miércoles, 12 de septiembre de 2012

De Toluca y el río


Hace ya algún tiempo que no visitaba Toluca - mi ciudad de origen- por diversas ocupaciones en la capital mexicana. Pero, por lo que me decían algunos conocidos, esta ciudad  inhóspita, precipitadamente se convirtió en un centro de atracción turística. No tanto por sus bellos edificios del siglo XIX o sus oscuras y frías callejuelas, sino por un extraño y actual fenómeno que aún sigue siendo examinado por expertos en diversas disciplinas.
            El rumor fue rápidamente difundido y no tardó mucho en que las personas que conocen mi oriundo pasado preguntaran, incesantemente, si era verdad. Al principio, como todos los rumores, los tildé de exagerados, pero poco a poco y, a partir del incesante abordaje del tema, comencé a dudar seriamente. Aún con esto no me decidía, o mejor dicho, no tenía el tiempo para corroborarlo por mi cuenta.
            Fue hasta que un amigo de nombre Paul -que conocí en una playa mexicana y que es proveniente de una provincia francesa- llegó a México de nuevo, con la única intención de experimentar lo mucho que se decía al respecto de Toluca. Él me contactó, primero, por ser el único toluqueño que conoce, y segundo, por una amistad lejana que pudimos concretar al poco tiempo de habernos conocido. Il faut que nous y allions” así terminó su carta, con la cual, concretábamos una fecha y hora para realizar la excursión.
            Me sentía algo impaciente por ir con Paul, porque además, iría su amiga Claire, a quien conocí muy poco por culpa de mi timidez y esa turbación que me inhabilita al conocer una chica exageradamente bella. Por lo demás, no tenía grandes expectativas: no creía que hubiera un fenómeno que te cambiara la vida en Toluca, salvo, por el hecho de la depresión que ocasiona el ver una ciudad gris y contaminada en base en la industrialización.
            Cuando llegó Paul al aeropuerto, mi esperanza de entablar algún tipo de relación con su amiga Claire se desvaneció al verlo llegar solo. Tuve un poco de nostalgia por lo que no hice anteriormente y ahora pretendía reivindicar. A pesar de esa interrogante que surgió a partir de la ausencia de Claire, no tuve, ni los ánimos, ni la convicción de preguntar ¿por qué, a pesar de la confirmación de ella a venir a México, no lo había hecho? Pero no me dejé vencer por la turbación y cedí a la alegría de verlo de nuevo. Todas esas conversaciones por chat con Paul habían logrado una intimidad de confianza que, en varios años, no había encontrado con ninguna otra persona que me rodeara físicamente. A él, a pesar de su frialdad europea se le notaba igualmente emocionado, ya por estar de fuera de su país y ese buen humor que se imprime en un viajero que ha empezado sus aventuras, ya por verme también y sentirse tan placenteramente recibido.
            El cansancio que provoca el avión no nos detuvo, a mí, de dejar de suplicarle de salir esa misma noche y, a él, de no negarse. Lo pude convencer de tomarnos unos mezcales en una cantina típica del centro de la ciudad, en donde, influenciados por la charla que fluía cómoda, y por la música que variaba entre banda, mariachi y tríos, quedamos emborrachados y contentos caminando en la madrugada y fumando cigarros en medio de la humedad que se suspende en las calles donde ha llovido.
            Al día siguiente, y después de comer  las típicas gorditas de chicharrón  llenas de grasa, nos dispusimos a lograr el objetivo de su visita. Tomé mi viejo Ford negro, y solos, ya casi para anochecer, tomamos el camino hacia Toluca. Al ir en el camino bebimos un par de cervezas, y acercándonos a la Marquesa, Paul sacó de su mochila los paquetes que previamente había comprado, que se veían, no estaban para nada baratos: Dos trajes completos de apariencia metálica, dos máscaras negras con respiraderos con filtro de algodón industrial, dos pares de guantes verdes de látex grueso y unas bolsas para el calzado.
            Me quería echar a reír de su exageración, pero al ver su rostro debatiéndose entre la duda y la indignación por mis visos de burla, opté por seguir sus precauciones; al final, no me quitaba nada dejarle menos terreno a la suerte, y con una ligera reflexión, lo acepté solamente como una precaución que no estaba de más.
            Casi terminando la gran bajada que anuncia el fin de la Marquesa y da inicio al municipio de Lerma, y, obviamente antes de llegar a este conocido río, tomé un pequeño camino de asfalto olvidado. Avanzamos un par de kilómetros y viré por un recodo hacia la derecha, hacia un caminito oscuro y de terracería. El olor a coladera se hacía más penetrante, llegando incluso a picar la nariz y provocar muecas de hastío en los dos. Estacioné el auto sin apagarlo. Paul se apresuró un poco preocupado a ponerse el atavío post-apocalíptico; yo lo hice también con cierta calma. Se sentía un frío húmedo, que se acrecentaba con el viento que arrastraba tufos de olores irreconocibles. A pesar de haber luna, la oscuridad era casi completa a distancia cercana, sólo se coloreaba lejano el matiz amarillento que delata las ciudades desde caminos que llevan a ellas. Unas nubes se dibujaban grises en la lontananza, casi tristes, que se acumulaban encima nuestro.  Un rumor de grillos que ya no existen perduraba. Seguramente ahora otros animalitos simulaban su sonido, pero nosotros queríamos creer que eran grillos, de manera implícita y sin mayores deducciones lo entendimos así.
            Antes de terminar de cubrirme por ese traje metálico, un mosco de tamaño poco habitual se posaba en mi brazo desnudo. No me dio tiempo de quitarlo antes de que me propinara su perniciosa succión de sangre. Lo maté en seguida; pero de la zona afectada, se levantó inmediatamente un montesito rojo con una bolita más roja en el centro que me volvía loco de comezón. Ya cubiertos por nuestra protección, caminamos lentamente hacia donde sabíamos que estaba el río. Una luz se empezaba a avivar en medida de nuestra exaltación. Verde intenso y brillante se hacía el horizonte, que empezaba a fulgurar contrastando con la intensidad que también parecía hacerse más intensa. Nos acercamos con curiosidad de niños y, ante nosotros, se presentaba un cause tranquilo y ancho, que nos iluminaba los rostros impactados que se escondían detrás del plástico de la máscara. El río parecía palpitar con ese color tan soberbio que enceguecía nuestros ojos habituados a la oscuridad, no recuerdo antes haber visto un brillo tan intenso. Escuchaba mi respiración cada vez más agitada; se comenzaba a empañar mi pantalla y sentí sofocante tanta indumentaria.
            Cuando me volví para mirar a Paul, estaba de rodillas mirando en la tierra: una pequeña masa gelatinosa que parecía bullir desde su centro, lanzaba burbujas que se perdían en la corteza y se tatuaban por un momento en su fisionomía redonda, para después regresar a la forma de la no forma.

-¿Ya viste que tiene un ojo, o algo parecido?

Me acerqué a mirar más de cerca y pude ver, no sólo una especie de ojo con una pupila café muy pequeña, sino también algo semejante a una branquia que, tremulante, se impacientaba por brindar aliento a esa extraña manifestación de … ¿vida?

Paul, que desde hacía rato dejó de hablar, no dejaba de voltear a todas partes, como queriendo fotografiar con la memoria hasta el más pequeño detalle. Se arrodillaba para tocar el agua; primero con cierto temor, pero conforme avanzaba su confianza al contacto con ese líquido, sumergía cada vez más la mano cubierta por el guante grueso que le protegía. Al principio, quise apartarlo de esa peligrosa tarea pero, con esa curiosidad que le embargaba hasta el punto de la absorción, no tuve la osadía si quiera de interceder en su mirada contemplativa.
No recuerdo exactamente el tiempo que pasamos en esta situación. Mis ojos se habían ya acostumbrado a esa luz que expedía la corriente, y trataba de fijar la mirada en ésta, para tratar de convencerme que no era exactamente un sueño lo que estaba viviendo. A partir de mis esfuerzos veía, por momentos, unas escamas que se asomaban hacia el exterior, para luego volverse a sumergir y dejarme lleno de dudas. No es que yo fuera un biólogo experto pero, cualquier persona por simple que ésta sea, tendría que reconocer que aquellas pequeñas formas con espinas en el dorso, no pertenecían al catalogo de especies conocidas; y más cuando una, con un tamaño sobrenaturalmente grande asomó por un segundo su cabeza: tenía un color púrpura que brillaba con luz propia, sus mandíbulas abiertas, descubrían una hilera de dientes pequeños y bien afilados, los detalles más sutiles quedaban enmascarados por esa luz enceguecedora.
Comenzaron a caer pequeñas gotas que caían hacia el río. Éstas se fragmentaban en minúsculas partículas que brincaban ya por todas partes. La luz empezaba a ungirse por todo alrededor. Como pequeños animálculos brillantes que caían y subían libremente, las gotitas verdes nos empezaban a bañar con su regalo de luz. El suelo alrededor del río se comenzaba a pintar del tono más alegre y vivaz. A través de la máscara podía escuchar un sonido chillante pero placentero que se hacía más grande cada vez. Los sauces llorones, que hacían una barrera protectora a lo largo de la corriente, y que anteriormente se imponían con su aspecto fantasmagórico y lúgubre, ahora se agitaban alegres, arrullados a raíz del viento con puntos luminosos que caían felices desde su follaje para iluminar la tierra, deslizándose algunos otros por la severa corteza de su tronco.  Pequeñas criaturas de colores fosforescentes, algunos verdes, otros rojos, otros azules, comenzaban a salir lentamente del cause del río, como si se les hubiese permitido, por esa única ocasión, mostrarse por primera vez. No me pude detener a observarlos con detenimiento, ni tampoco mis ojos pudieron beberse completamente este fino espectáculo que se nos era entregado.
Paul, a quien hacía un tiempo que no observaba por razón de mi ánimo absorto, ahora lo veía con gruesas lágrimas escurriéndole por los ojos hinchados, que se mezclaban con la inusual lluvia que seguía cayendo. Se había quitado la máscara sin que yo lo notara; también apartó de sí los guantes para tomarse el cabello y el rostro. Él, sin mirarme, avanzaba con paso accidentado hacia la corriente. No lo detuve. Cuando sus rodillas eran cubiertas por el verde cauce, me lanzó una mirada acuosa y serena. Una sutil sonrisa me advertía tranquilidad. Él, siguió avanzando hasta que su cuerpo se fundió en luz y en ese brillo que se hacía tan melancólico que emanaban, desde el fondo, los suspiros de toda su vida.

            Ahora que recuerdo a Paul, recuerdo también la noche de copas, en la que sus palabras de desaliento por su vida, ahora cobran un sentido más grande del que percibí en ese momento.

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