Hace
ya algún tiempo que no visitaba Toluca - mi ciudad de origen- por diversas
ocupaciones en la capital mexicana. Pero, por lo que me decían algunos
conocidos, esta ciudad inhóspita, precipitadamente
se convirtió en un centro de atracción turística. No tanto por sus bellos
edificios del siglo XIX o sus oscuras y frías callejuelas, sino por un extraño
y actual fenómeno que aún sigue siendo examinado por expertos en diversas
disciplinas.
El rumor fue rápidamente difundido y
no tardó mucho en que las personas que conocen mi oriundo pasado preguntaran,
incesantemente, si era verdad. Al principio, como todos los rumores, los tildé de
exagerados, pero poco a poco y, a partir del incesante abordaje del tema,
comencé a dudar seriamente. Aún con esto no me decidía, o mejor dicho, no tenía
el tiempo para corroborarlo por mi cuenta.
Fue hasta
que un amigo de nombre Paul -que conocí en una playa mexicana y que es
proveniente de una provincia francesa- llegó a México de nuevo, con la única
intención de experimentar lo mucho que se decía al respecto de Toluca. Él me
contactó, primero, por ser el único toluqueño que conoce, y segundo, por una
amistad lejana que pudimos concretar al poco tiempo de habernos conocido. “Il faut que nous y allions” así terminó
su carta, con la cual, concretábamos una fecha y hora para realizar la
excursión.
Me sentía algo impaciente por ir con
Paul, porque además, iría su amiga Claire, a quien conocí muy poco por culpa de
mi timidez y esa turbación que me inhabilita al conocer una chica exageradamente
bella. Por lo demás, no tenía grandes expectativas: no creía que hubiera un
fenómeno que te cambiara la vida en Toluca, salvo, por el hecho de la depresión
que ocasiona el ver una ciudad gris y contaminada en base en la
industrialización.
Cuando llegó Paul al aeropuerto, mi
esperanza de entablar algún tipo de relación con su amiga Claire se desvaneció
al verlo llegar solo. Tuve un poco de nostalgia por lo que no hice
anteriormente y ahora pretendía reivindicar. A pesar de esa interrogante que surgió
a partir de la ausencia de Claire, no tuve, ni los ánimos, ni la convicción de
preguntar ¿por qué, a pesar de la confirmación de ella a venir a México, no lo
había hecho? Pero no me dejé vencer por la turbación y cedí a la alegría de
verlo de nuevo. Todas esas conversaciones por chat con Paul habían logrado una
intimidad de confianza que, en varios años, no había encontrado con ninguna
otra persona que me rodeara físicamente. A él, a pesar de su frialdad europea
se le notaba igualmente emocionado, ya por estar de fuera de su país y ese buen
humor que se imprime en un viajero que ha empezado sus aventuras, ya por verme
también y sentirse tan placenteramente recibido.
El cansancio que provoca el avión no
nos detuvo, a mí, de dejar de suplicarle de salir esa misma noche y, a él, de no
negarse. Lo pude convencer de tomarnos unos mezcales en una cantina típica del
centro de la ciudad, en donde, influenciados por la charla que fluía cómoda, y por
la música que variaba entre banda, mariachi y tríos, quedamos emborrachados y
contentos caminando en la madrugada y fumando cigarros en medio de la humedad
que se suspende en las calles donde ha llovido.
Al día siguiente, y después de
comer las típicas gorditas de
chicharrón llenas de grasa, nos
dispusimos a lograr el objetivo de su visita. Tomé mi viejo Ford negro, y
solos, ya casi para anochecer, tomamos el camino hacia Toluca. Al ir en el
camino bebimos un par de cervezas, y acercándonos a la Marquesa, Paul sacó de
su mochila los paquetes que previamente había comprado, que se veían, no
estaban para nada baratos: Dos trajes completos de apariencia metálica, dos
máscaras negras con respiraderos con filtro de algodón industrial, dos pares de
guantes verdes de látex grueso y unas bolsas para el calzado.
Me quería echar a reír de su
exageración, pero al ver su rostro debatiéndose entre la duda y la indignación
por mis visos de burla, opté por seguir sus precauciones; al final, no me
quitaba nada dejarle menos terreno a la suerte, y con una ligera reflexión, lo
acepté solamente como una precaución que no estaba de más.
Casi terminando la gran bajada que
anuncia el fin de la Marquesa y da inicio al municipio de Lerma, y, obviamente
antes de llegar a este conocido río, tomé un pequeño camino de asfalto
olvidado. Avanzamos un par de kilómetros y viré por un recodo hacia la derecha,
hacia un caminito oscuro y de terracería. El olor a coladera se hacía más
penetrante, llegando incluso a picar la nariz y provocar muecas de hastío en
los dos. Estacioné el auto sin apagarlo. Paul se apresuró un poco preocupado a
ponerse el atavío post-apocalíptico; yo lo hice también con cierta calma. Se
sentía un frío húmedo, que se acrecentaba con el viento que arrastraba tufos de
olores irreconocibles. A pesar de haber luna, la oscuridad era casi completa a
distancia cercana, sólo se coloreaba lejano el matiz amarillento que delata las
ciudades desde caminos que llevan a ellas. Unas nubes se dibujaban grises en la
lontananza, casi tristes, que se acumulaban encima nuestro. Un rumor de grillos que ya no existen
perduraba. Seguramente ahora otros animalitos simulaban su sonido, pero
nosotros queríamos creer que eran grillos, de manera implícita y sin mayores
deducciones lo entendimos así.
Antes de terminar de cubrirme por
ese traje metálico, un mosco de tamaño poco habitual se posaba en mi brazo
desnudo. No me dio tiempo de quitarlo antes de que me propinara su perniciosa
succión de sangre. Lo maté en seguida; pero de la zona afectada, se levantó
inmediatamente un montesito rojo con una bolita más roja en el centro que me
volvía loco de comezón. Ya cubiertos por nuestra protección, caminamos
lentamente hacia donde sabíamos que estaba el río. Una luz se empezaba a avivar
en medida de nuestra exaltación. Verde intenso y brillante se hacía el horizonte,
que empezaba a fulgurar contrastando con la intensidad que también parecía
hacerse más intensa. Nos acercamos con curiosidad de niños y, ante nosotros, se
presentaba un cause tranquilo y ancho, que nos iluminaba los rostros impactados
que se escondían detrás del plástico de la máscara. El río parecía palpitar con
ese color tan soberbio que enceguecía nuestros ojos habituados a la oscuridad,
no recuerdo antes haber visto un brillo tan intenso. Escuchaba mi respiración
cada vez más agitada; se comenzaba a empañar mi pantalla y sentí sofocante
tanta indumentaria.
Cuando me volví para mirar a Paul,
estaba de rodillas mirando en la tierra: una pequeña masa gelatinosa que
parecía bullir desde su centro, lanzaba burbujas que se perdían en la corteza y
se tatuaban por un momento en su fisionomía redonda, para después regresar a la
forma de la no forma.
-¿Ya
viste que tiene un ojo, o algo parecido?
Me
acerqué a mirar más de cerca y pude ver, no sólo una especie de ojo con una
pupila café muy pequeña, sino también algo semejante a una branquia que,
tremulante, se impacientaba por brindar aliento a esa extraña manifestación de
… ¿vida?
Paul, que desde hacía rato dejó de hablar, no dejaba de
voltear a todas partes, como queriendo fotografiar con la memoria hasta el más
pequeño detalle. Se arrodillaba para tocar el agua; primero con cierto temor,
pero conforme avanzaba su confianza al contacto con ese líquido, sumergía cada
vez más la mano cubierta por el guante grueso que le protegía. Al principio,
quise apartarlo de esa peligrosa tarea pero, con esa curiosidad que le
embargaba hasta el punto de la absorción, no tuve la osadía si quiera de
interceder en su mirada contemplativa.
No recuerdo exactamente el tiempo que pasamos en esta
situación. Mis ojos se habían ya acostumbrado a esa luz que expedía la
corriente, y trataba de fijar la mirada en ésta, para tratar de convencerme que
no era exactamente un sueño lo que estaba viviendo. A partir de mis esfuerzos
veía, por momentos, unas escamas que se asomaban hacia el exterior, para luego
volverse a sumergir y dejarme lleno de dudas. No es que yo fuera un biólogo
experto pero, cualquier persona por simple que ésta sea, tendría que reconocer
que aquellas pequeñas formas con espinas en el dorso, no pertenecían al catalogo
de especies conocidas; y más cuando una, con un tamaño sobrenaturalmente grande
asomó por un segundo su cabeza: tenía un color púrpura que brillaba con luz
propia, sus mandíbulas abiertas, descubrían una hilera de dientes pequeños y
bien afilados, los detalles más sutiles quedaban enmascarados por esa luz
enceguecedora.
Comenzaron a caer pequeñas gotas que caían hacia el río.
Éstas se fragmentaban en minúsculas partículas que brincaban ya por todas
partes. La luz empezaba a ungirse por todo alrededor. Como pequeños animálculos
brillantes que caían y subían libremente, las gotitas verdes nos empezaban a
bañar con su regalo de luz. El suelo alrededor del río se comenzaba a pintar
del tono más alegre y vivaz. A través de la máscara podía escuchar un sonido
chillante pero placentero que se hacía más grande cada vez. Los sauces
llorones, que hacían una barrera protectora a lo largo de la corriente, y que
anteriormente se imponían con su aspecto fantasmagórico y lúgubre, ahora se
agitaban alegres, arrullados a raíz del viento con puntos luminosos que caían
felices desde su follaje para iluminar la tierra, deslizándose algunos otros por
la severa corteza de su tronco. Pequeñas
criaturas de colores fosforescentes, algunos verdes, otros rojos, otros azules,
comenzaban a salir lentamente del cause del río, como si se les hubiese
permitido, por esa única ocasión, mostrarse por primera vez. No me pude detener
a observarlos con detenimiento, ni tampoco mis ojos pudieron beberse
completamente este fino espectáculo que se nos era entregado.
Paul, a quien hacía un tiempo que no observaba por razón de
mi ánimo absorto, ahora lo veía con gruesas lágrimas escurriéndole por los ojos
hinchados, que se mezclaban con la inusual lluvia que seguía cayendo. Se había
quitado la máscara sin que yo lo notara; también apartó de sí los guantes para
tomarse el cabello y el rostro. Él, sin mirarme, avanzaba con paso accidentado
hacia la corriente. No lo detuve. Cuando sus rodillas eran cubiertas por el
verde cauce, me lanzó una mirada acuosa y serena. Una sutil sonrisa me advertía
tranquilidad. Él, siguió avanzando hasta que su cuerpo se fundió en luz y en
ese brillo que se hacía tan melancólico que emanaban, desde el fondo, los
suspiros de toda su vida.
Ahora que recuerdo a Paul, recuerdo
también la noche de copas, en la que sus palabras de desaliento por su vida,
ahora cobran un sentido más grande del que percibí en ese momento.
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