lunes, 27 de agosto de 2012

Risa


Para mí, todos los días eran bastante parecidos; casi no hacía distinción entre el Lunes que tanto odian algunos, o el Domingo que resulta ser de orden familiar. Aquella ocasión, supe que era Viernes, porque al llegar la noche, se escuchaba el ímpetu juvenil que revive cada semana en los que guardan la mesura el resto de los días. Resonaban las ventanas al ritmo de la música popular, proveniente de un auto estacionado bajo mi edificio. Y, por momentos, se llegaban a escuchar los rumores de risas sonoras de chicas que esperan terminar fundidas en alcohol.
            Me despertaron de mis ocupaciones, un portazo, y una discusión de pareja en el lugar preciso donde podía penetrar el ruido exterior. Así, sin tener realmente interés en aquello, recordé por fin, que no había comido en casi todo el día, y, muy obediente, mi estómago rechinó para avisarme que tenía que ingerir alimentos.
            No tenía realmente muchas ganas de caminar. Ya era un poco tarde, y a sabiendas de la capacidad de ciertos borrachos para provocar daño a caminantes nocturnos, decidí satisfacer mi apetito en el local cercano. No era, sin embargo, lo que más hubiera preferido, pues la comida, aunque variada, para nada se le podía considerar de excelente, pero para este caso, era más que funcional. Nunca me había causado malestar estomacal el pozole nocturno que ahí sirven, o las empanadas de elote que tanto fascinan a algunos.   
Al llegar a las puertas de este lugar, el tufo encerrado de comida, abrió más mi apetito. Pero mi inquietud la provocaba la ausencia de mesas disponibles, y en cambio, sólo se me ofrecía un pequeño lugar en la barra, muy al fondo, donde se suele rezagar a los solitarios.
Cuando llegó la mesera, quería saludarle cortésmente con unas buenas noches. Pero ella, sólo arrojó el menú – que yo sabía de memoria- a mi lugar sin mirarme siquiera. Le contesté con un poco de venganza que quería un pozole con todo, y, con tono altanero, me preguntó qué bebería. Me empecé a sentir algo irritado con su actitud, y de pronto, todo me molestó de ella: sus rellenas piernas atrapadas en unas medias color carne, que asemejaban a dos grandes jamones; sus manos gordas que movía con torpeza; su chicle eterno que no dejaba de mascar; sus rollizos cachetes, dignos elementos de una vitrina de tacos de carnitas.
En el recinto, existían cuatro televisores, uno en cada pared. Los clientes se distribuían en grupos de cuatro personas aproximadamente en cada mesa, las cuales estaban separadas por un ligero espacio entre ellas, llegando a sumar un total de doce mesas, más los pocos rezagados de la barra.
El cuchicheo de conversaciones agitadas, era un constante mientras sorbía mi pozole; y el sonido de los cuchareos y choque entre trastes, le daba todo el paisaje sonoro de un establecimiento exitoso.
Cuando tomé un descanso de mi acalorado encuentro con el caldo, me di la vuelta para observar a los comensales: estaba, con su esposo, la señora de la papelería que siempre tiene mala cara. También había algunas parejas que las separaba el silencio, pero que suplían esa barrera, poniendo atención a lo que ofrecían los televisores. Los demás eran pequeños grupos de amigos de diferentes edades, pero, como las parejas, todo mundo atendía la programación nocturna mientras masticaban sus alimentos, muchos, con la boca abierta.
Me sumí de nuevo en ese pozole, y también, como siempre, en esas discusiones personales, que son tan inevitables y normalmente liosas. Un hombre que estaba a mi lado, había pasado inadvertido a mi primer análisis; su actitud sombría y triste lo había vuelto invisible. Pasaba todo el tiempo con la cabeza baja mirando sus alimentos, y no la alzaba más que para buscar la salsa que aderezaría su platillo.
Hubo un momento que de todos escaparon carcajadas sonoras. Me volví para saber qué lo ocasionaba, y sólo vi sus miradas acuosas fijadas en el televisor. Nada fuera de lo normal. Pero entonces, las carcajadas se empezaron a hacer más frecuentes y escandalosas. Me llegó a hastiar este comportamiento, pero no podía hacer nada. El ridículo comediante asesinaba, sínico, mi tranquilidad.
No pude evitar voltear con enojo, cuando una muchacha que estaba atrás de mí, de una carcajada, aventó de su garganta un pequeño trozo de alimento, que fue a caer a un lado de mi plato. Cuando la vi, tenía lágrimas en los ojos, y estaba tan roja, todavía riendo, que decidí no decir nada. Sentí que era exagerado ese comportamiento, y quise pedir la cuenta, pero la mesera estaba igualmente atrapada y reía sin cesar. Luego vi a otro mesero, caminando con una charola con aguas frescas y platos humeantes, pero a la mitad del camino, un cliente que se echó para atrás agarrándose la barriga y llorando de risa, le empujó de tal manera que se cayó su charola y mojó completamente a otro cliente, el cual, en vez de irritarse, lo consideró aún más gracioso, y todos rieron desaforadamente.
Nadie notó, que en la mesa del fondo, un hombre ya mayor, no estaba propiamente carcajeándose, sino, que su alegría momentánea, se transformó en tosidos letales que le atacaban el sistema respiratorio. Quiso deshacerse el nudo de la corbata que lo oprimía, pero ya era demasiado tarde; sus fuerzas se desvanecían y su mirada llena de sangre cedía. Intenté acercarme a él para ayudarlo, pero un sujeto alto y fornido, me tomó entre sus brazos para no desfallecer de risa. Y aunque intentaba liberarme, mis esfuerzos eran inútiles, y me tiró, junto a él, directo al piso, donde hube de permanecer un momento cubierto de su corpulencia.
Había una chica que subió de un salto a la mesa, y comenzó a hacer alaridos guturales que incitaban a todos los demás a gritar. La chica desgarró su ropa a la moda, y, con los pechos al aire y la mirada extraviada, fue directo a abrazar un televisor que pendía de la pared. Me distraje de este suceso, pues había otro sujeto que tomó una taza y la sumergía en la gran olla de pozole, para luego arrojar este quemante líquido por todos lados. Me refugié debajo de la barra, donde también estaba el hombre solitario, y, sin decirme nada,  supe que lo embargaba el peor de los miedos. Se tomaba las sienes con sus manos y suspiraba, incluso creo que rezaba. Pero sus murmullos fueron interrumpidos por la mal encarada papelera,      -quien ahora lucía un semblante más jovial y encendido- y, con sus prominentes brazos, jaló por  los pies al pobre hombre que gritaba de terror y lloraba.
Cuando me asomé al recinto, la chica semidesnuda, ahora tenía las manos ensangrentadas. Me di cuenta de esto, porque a pesar de que ya no había luz eléctrica, cerca de ella brotaba una llamarada espantosa que la mantenía alejada del televisor. Di un vistazo rápido, y sólo se me ofrecía un escenario rojo. La luz la quemaba el terror y el color del fuego. A pesar de todo, continuaban algunas risas incontrolables, como hienas cuando devoran.
Aproveché una ligera explosión que hizo bajar la guardia a algunos, y le di un puñetazo en medio de los ojos a un joven que enseñaba sus colmillos y tenía apariencia amenazante. Esto me permitió encontrar la salida, y salté dificultosamente algunos bultos yertos que yacían en el suelo.
Al caminar presuroso a casa, sentí un ligero impulso por soltarme a reír, saqué un cigarrillo, y, al prenderlo, la risa se transformó en un malestar. No tanto por las personas que se encontraban ahí, sino por que me fui sin pagar la cuenta.



           
Sergio 

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