Para
mí, todos los días eran bastante parecidos; casi no hacía distinción entre el
Lunes que tanto odian algunos, o el Domingo que resulta ser de orden familiar.
Aquella ocasión, supe que era Viernes, porque al llegar la noche, se escuchaba
el ímpetu juvenil que revive cada semana en los que guardan la mesura el resto
de los días. Resonaban las ventanas al ritmo de la música popular, proveniente de
un auto estacionado bajo mi edificio. Y, por momentos, se llegaban a escuchar
los rumores de risas sonoras de chicas que esperan terminar fundidas en
alcohol.
Me despertaron de mis ocupaciones,
un portazo, y una discusión de pareja en el lugar preciso donde podía penetrar
el ruido exterior. Así, sin tener realmente interés en aquello, recordé por
fin, que no había comido en casi todo el día, y, muy obediente, mi estómago
rechinó para avisarme que tenía que ingerir alimentos.
No tenía realmente muchas ganas de
caminar. Ya era un poco tarde, y a sabiendas de la capacidad de ciertos
borrachos para provocar daño a caminantes nocturnos, decidí satisfacer mi
apetito en el local cercano. No era, sin embargo, lo que más hubiera preferido,
pues la comida, aunque variada, para nada se le podía considerar de excelente,
pero para este caso, era más que funcional. Nunca me había causado malestar
estomacal el pozole nocturno que ahí sirven, o las empanadas de elote que tanto
fascinan a algunos.
Al llegar a las puertas de este lugar, el tufo encerrado de
comida, abrió más mi apetito. Pero mi inquietud la provocaba la ausencia de
mesas disponibles, y en cambio, sólo se me ofrecía un pequeño lugar en la
barra, muy al fondo, donde se suele rezagar a los solitarios.
Cuando llegó la mesera, quería saludarle cortésmente con
unas buenas noches. Pero ella, sólo arrojó el menú – que yo sabía de memoria- a
mi lugar sin mirarme siquiera. Le contesté con un poco de venganza que quería
un pozole con todo, y, con tono altanero, me preguntó qué bebería. Me empecé a
sentir algo irritado con su actitud, y de pronto, todo me molestó de ella: sus
rellenas piernas atrapadas en unas medias color carne, que asemejaban a dos
grandes jamones; sus manos gordas que movía con torpeza; su chicle eterno que
no dejaba de mascar; sus rollizos cachetes, dignos elementos de una vitrina de
tacos de carnitas.
En el recinto, existían cuatro televisores, uno en cada
pared. Los clientes se distribuían en grupos de cuatro personas aproximadamente
en cada mesa, las cuales estaban separadas por un ligero espacio entre ellas,
llegando a sumar un total de doce mesas, más los pocos rezagados de la barra.
El cuchicheo de conversaciones agitadas, era un constante
mientras sorbía mi pozole; y el sonido de los cuchareos y choque entre trastes,
le daba todo el paisaje sonoro de un establecimiento exitoso.
Cuando tomé un descanso de mi acalorado encuentro con el
caldo, me di la vuelta para observar a los comensales: estaba, con su esposo,
la señora de la papelería que siempre tiene mala cara. También había algunas
parejas que las separaba el silencio, pero que suplían esa barrera, poniendo
atención a lo que ofrecían los televisores. Los demás eran pequeños grupos de
amigos de diferentes edades, pero, como las parejas, todo mundo atendía la
programación nocturna mientras masticaban sus alimentos, muchos, con la boca
abierta.
Me sumí de nuevo en ese pozole, y también, como siempre, en
esas discusiones personales, que son tan inevitables y normalmente liosas. Un
hombre que estaba a mi lado, había pasado inadvertido a mi primer análisis; su
actitud sombría y triste lo había vuelto invisible. Pasaba todo el tiempo con
la cabeza baja mirando sus alimentos, y no la alzaba más que para buscar la
salsa que aderezaría su platillo.
Hubo un momento que de todos escaparon carcajadas sonoras.
Me volví para saber qué lo ocasionaba, y sólo vi sus miradas acuosas fijadas en
el televisor. Nada fuera de lo normal. Pero entonces, las carcajadas se
empezaron a hacer más frecuentes y escandalosas. Me llegó a hastiar este
comportamiento, pero no podía hacer nada. El ridículo comediante asesinaba,
sínico, mi tranquilidad.
No pude evitar voltear con enojo, cuando una muchacha que
estaba atrás de mí, de una carcajada, aventó de su garganta un pequeño trozo de
alimento, que fue a caer a un lado de mi plato. Cuando la vi, tenía lágrimas en
los ojos, y estaba tan roja, todavía riendo, que decidí no decir nada. Sentí
que era exagerado ese comportamiento, y quise pedir la cuenta, pero la mesera
estaba igualmente atrapada y reía sin cesar. Luego vi a otro mesero, caminando
con una charola con aguas frescas y platos humeantes, pero a la mitad del
camino, un cliente que se echó para atrás agarrándose la barriga y llorando de
risa, le empujó de tal manera que se cayó su charola y mojó completamente a
otro cliente, el cual, en vez de irritarse, lo consideró aún más gracioso, y
todos rieron desaforadamente.
Nadie notó, que en la mesa del fondo, un hombre ya mayor,
no estaba propiamente carcajeándose, sino, que su alegría momentánea, se
transformó en tosidos letales que le atacaban el sistema respiratorio. Quiso
deshacerse el nudo de la corbata que lo oprimía, pero ya era demasiado tarde;
sus fuerzas se desvanecían y su mirada llena de sangre cedía. Intenté acercarme
a él para ayudarlo, pero un sujeto alto y fornido, me tomó entre sus brazos
para no desfallecer de risa. Y aunque intentaba liberarme, mis esfuerzos eran
inútiles, y me tiró, junto a él, directo al piso, donde hube de permanecer un
momento cubierto de su corpulencia.
Había una chica que subió de un salto a la mesa, y comenzó
a hacer alaridos guturales que incitaban a todos los demás a gritar. La chica
desgarró su ropa a la moda, y, con los pechos al aire y la mirada extraviada,
fue directo a abrazar un televisor que pendía de la pared. Me distraje de este
suceso, pues había otro sujeto que tomó una taza y la sumergía en la gran olla
de pozole, para luego arrojar este quemante líquido por todos lados. Me refugié
debajo de la barra, donde también estaba el hombre solitario, y, sin decirme
nada, supe que lo embargaba el peor de
los miedos. Se tomaba las sienes con sus manos y suspiraba, incluso creo que
rezaba. Pero sus murmullos fueron interrumpidos por la mal encarada
papelera, -quien ahora lucía un
semblante más jovial y encendido- y, con sus prominentes brazos, jaló por los pies al pobre hombre que gritaba de
terror y lloraba.
Cuando me asomé al recinto, la chica semidesnuda, ahora
tenía las manos ensangrentadas. Me di cuenta de esto, porque a pesar de que ya
no había luz eléctrica, cerca de ella brotaba una llamarada espantosa que la
mantenía alejada del televisor. Di un vistazo rápido, y sólo se me ofrecía un
escenario rojo. La luz la quemaba el terror y el color del fuego. A pesar de
todo, continuaban algunas risas incontrolables, como hienas cuando devoran.
Aproveché una ligera explosión que hizo bajar la guardia a
algunos, y le di un puñetazo en medio de los ojos a un joven que enseñaba sus
colmillos y tenía apariencia amenazante. Esto me permitió encontrar la salida,
y salté dificultosamente algunos bultos yertos que yacían en el suelo.
Al caminar presuroso a casa, sentí un ligero impulso por
soltarme a reír, saqué un cigarrillo, y, al prenderlo, la risa se transformó en
un malestar. No tanto por las personas que se encontraban ahí, sino por que me
fui sin pagar la cuenta.
Sergio
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