martes, 21 de agosto de 2012

Onda


-Oye ¿Y Alejandro?

            María lanzó la pregunta con agitación. El sudor, le resaltaba el brillo en la frente, y sus ojos respaldaban la duda; pues se abrían como grandes platos con fondo azul.
            Hubo silencio. Ese silencio que es tan delator como una respuesta. Ella lo sabía, y, aunque Alfredo, le hubiese contestado con esperanza, ella sólo escucharía el silencio, y así, tendría la confirmación fatal de aquello que le consternaba.
            Alfredo, estaba tan inquieto mirando como agachaba la cabeza María, que sus ojos intentaban consolarla con ese gesto de condescendencia. Pero ella no lo miró.  Ella, se limitó a construir un muro entre sus pensamientos y el mundo exterior, en el cual, Alfredo, se hallaba exiliado.

-No falta mucho –dijo ella casi musitando- para que todo se vaya al carajo

            Él sabía que era cierto. Y hubo un instante en el cual, se le escapaba un “sí”; pero el instinto protector, articuló una respuesta que él mismo sentía tan ajena, que se sorprendió de haberla dicho:

-Todo estará bien, no te preocupes
            
María le quería creer, y, esa necesidad, la llevo poco a poco a tomarla como una verdad, aun cuando sintió incomodidad con la mano de Alfredo tomando su hombro.
La fuente, aunque descompuesta, había permanecido llena y en constante agitación. Ahí mismo, arropados bajo el roble y sentados en la piedra antigua, se habían construido las historias de su amistad. Se había constituido como el escenario preferido para las reuniones casuales de casi todos los días; en donde, ese grupo de amigos, acababa con el tiempo de la tarde. Pero esa tarde, solo estaban ellos dos ahí. Y la fuente, estaba tan seca, que la tierra ocultaba el color del mármol.
            Se escuchaba a lo lejos un leve silbar del viento. Las hojas resecas, no se prestaban a la voluntad del soplo, sino que eran vencidas por la gravedad, y al caer, resonaban con un quejido solitario. Las calles empedradas, estaban cubiertas por un manto de polvo acumulado; en él, se iban borrando las huellas que hubieran dejado las pisadas de otros días. La árida vegetación intentaba abatir el paso del ser humano. En la entrada del café Los Soles, los cristales permanecían rotos, y, si alguien se hubiera asomado, le habría hecho caer en nostalgia la oscuridad que ahí se encontraba atrapada.
            María dejó sus pensamientos al ver de lejos una figura humana que avanzaba con lentitud y dificultad. Cuando ambos vieron la figura, se acercaron un poco con precaución. Todo su ajuar estaba hecho jirones: el pantalón verde deslavado aún tenía rastros de la vida campesina, y, por una rotura en el tobillo, se dejaba ver la piel roja y emblanquecida por la resequedad. Los huaraches de aquel hombre permanecían atados dolorosamente a unos pies que dejaban su forma, y se asemejaban a ramas secas a punto de quebrarse. La camisa blanca, medio rota, estaba sin abotonar, y dejaba ver un pecho cubierto por vellos canosos que se pegaban a las costillas cubiertos de sudor. Su sombrero de paja lo traía puesto de tal forma, que el semblante de la cara estaba oculto bajo la sombra que producía éste. Y, de esta forma, el misterio de aquél hombre se acrecentaba, pues él, caminó muy cerca de ellos, sin reparar para nada en los muchachos. Sólo les dejó un humor aciago; y también dejo un camino delgado de líquido que se escurría por una de las piernas del señor, dibujando una línea errante en las piedras, que se evaporaba en seguida.
            De haber sido menos orgullosa, María se habría echado a llorar para que Alfredo la abrazara, pero, en cambio, prefería la opresión del pecho que hacía brotar una pequeña lágrima cuando pensaba demasiado.
            Aunque era más del medio día y estaban cubiertos en la sombra del roble, el calor les sulfuraba las ideas y los mantenía callados. Al mirar la calle, veían el escenario descompuesto por las ondas ilusorias que subían desde las piedras calientes, distorsionando su realidad. Sentían la boca reseca y Alfredo ya no ponía importancia en la tierra que tenía atrapada en la comisura de sus labios, pues pensaba inútilmente en una solución.
            Un acuerdo tácito los mantendría allí hasta el anochecer, pero vieron acercarse a ellos, una figura conocida. Ésta se movía agitadamente y con premura. Vieron con un poco de horror que se trataba de Nicolás. Él se notaba tan agitado que no podía si quiera hablar. Y María se horrorizó de ver el camino de líquido que había dejado éste por donde había venido. Ella miró a los ojos a Alfredo, y él lo notó en seguida: vio los ojos de Nicolás llenos de sangre que se saltaban en su rostro cadavérico. Nunca le había visto los pómulos de esa manera, que estaban tan pronunciados, que disimulaban cualquier mueca que pudiera manifestar de ahí. Los brazos eran un hueso cubierto por una débil capa de piel. Lo demás estaba oculto en la ropa que le acomodaba muy holgada.
            María tomo sus huesudas manos  que seguían emanando sudor, intentando consolarlo, pero él no parecía entender nada, ni sufrir nada. Ambos lo acomodaron sobre la fuente. Esperaron a que él durmiera. Antes de cerrar los ojos, Nicolás, se abrazó de sus rodillas y lanzó un suspiro.
            María y Nicolás se fueron de ahí antes que su composición pasara a ser parte de la fuente. Para llenarla una vez más con un triste rezago de líquido.
           
-       A todos nos está llegando, no falta mucho para…

Alfredo la interrumpió tomando sus mano sin mirarla, la apretó tan fuerte que ella olvidó lo que iba a objetar.
Ella soltó a llorar, pero no era un quejido, sino que apenas dejaba caer unas lágrimas, más que de tristeza, de resignación. Alfredo no le dijo nada, sólo caminaron.         
           
Se dieron cuenta que durante su camino, fundiéndose en el atardecer, tomados de la mano, no habían visto a ninguna otra persona. De vez en cuando aparecían a un lado del camino, una especie de zurrones compuestos de ropa sin dueño, y una ligera capa de piel que se pegaba al pavimento de la calle.
            Alfredo reconoció el carro del tendero impactado en un árbol, y su sombrero de fieltro gris que guardaba el silencio de todo el pueblo.
           

María y Alfredo, caminaban sin saber a dónde, sólo estaban impulsados por la fuerza que les proporcionaba la emoción de tomarse de las manos.  Así, caminando desde el día, hacia la noche.

            
Sergio Ruiz

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