Vi un ángel puesto de pie en el sol,
que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto
del cielo: «¡Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de
los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes
de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres
y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!»
Apocalipsis 19:17
11 pm.
-
Pues no queda más que fusilarlos ¿O cómo ve, mi
general?
-
Pues ya ni modo. Dile a Benigno que tenga listos
a los demás para darles fogón a esos jijos.
-
¿Y que se haga todo en la mañana, mi general?
-
No, de una vez, ahorita en la noche es mejor.
Antes de que se haga más ruido de todo esto. De todas maneras la gente no va a
dejar de hablar de lo que pasó en la tarde con el otro que nos echamos y, si le
sumamos lo que hicieron estos canijos, pues va a ser peor. ¡Órale pues!
chíngale por Benigno antes que se haga más tarde.
-
Ya voy, mi general. No se enoje conmigo, pues.
-
¡Órale! Y dile a Benigno que tenga alerta a la
tropa – Terminó de decir el General con tono imperativo.
Habían pasado varias horas difíciles: cuatro hombres estaban
a punto de ser fusilados, además del otro fusilamiento que ocurrió más
temprano. Pero lo que al General Gustavo Rosendo le horrorizaba no tenía que
ver con dar muerte bajo sentencia, pues, en los años anteriores, había tenido
que matar quizás a cientos de hombres. Pero el motivo de ésta era distinto,
nunca se había tenido que enfrentar a circunstancias parecidas, porque lo que
hacía diferente esta noche eran precisamente las razones por las cuales
ordenaba la ejecución de estos cuatro.
El General volvió a su cama, miró a su esposa dormida y la
cubrió con la manta de seda y las cobijas pesadas porque, aunque era verano, en
las noches, ahí, siempre hace frío. Miró, inmóvil, el techo adornado con grecas
y volados antiguos. Trató de recordar sus días de ser un simple hijo del
talabartero; después, las primeras veces que cargaba su carabina 30-30 y sus días
errantes en el valle. Puso la mano en su estómago y trató de recordar el dolor
agudo que se hace habitual al no comer lo suficiente. Pero esa sensación ya
sólo permanecía como algo ambiguo, quizás como una medalla que lo llevó a
convertirse en General. La vida que ahora tenía, se decía continuamente, era
una recompensa por haberse salido con “los sombrerudos” que arrasaron Temoaya,
su pueblo, y haber ayudado a liberar el valle del que ahora era general y protector. Ahora la seda le raspaba
como los petates donde dormía de niño. El estómago lleno le produjo nauseas.
9 pm
-
¿Quién andará ahí? – Preguntó temeroso un
soldado en medio de espesura de la noche.
-
Se escuchan ruidos por donde está ese árbol,
pero mejor acerca la lámpara – Le respondió su compañero.
-
No, mejor ve tú con tu lámpara, la mía ya casi
no tiene aceite.
-
Mejor hay que llamar a los otros, no me animo a
acercarme solito, ya vez lo que dicen de los cuerpos que no se han enterrado.
-
No seas miedoso, Remigio. Pero no estaría mal decirle
a los otros que se vengan para ir a ver qué es lo que se anda moviendo ahí.
Cuando llegaron cuatro soldados más con dos lámparas grandes
y se atrevieron a avanzar hacia el patio oscuro de la iglesia, donde habían
aventado el cadáver del sujeto fusilado, los asustaron figuras humanas
alrededor del cuerpo fallecido. Éstas, a su vez, también se asustaron y
trataron de huir, pero los soldados los apuntaron con sus fusiles y gritando
que se detuvieran, lograron que se quedaran quietos. Después los revisaron uno
por uno y encontraron pedazos de la carne del cadáver en los morrales de manta
que ahora escurrían sangre. Les amarraron las manos, ahora rojas, con grueso
mecate.
-
Déjenos ir.
-
¿Qué es esto? – Preguntó instintivamente un
soldado muy desconcertado ante lo que veía.
-
Se lo estaban comiendo, capitán.
-
No lo comíamos, primero hay que cocinarlo. –
Corrigió uno de los inculpados - Nomás queríamos llevar algo pa’ la casa. Los
niños tienen hambre.
-
¡Mira nomás cómo dejaron en los huesos a este
pobre!, ¿y todavía se lo quieren comer? Eso es del Diablo.
-
Usté’
sabe que cuando arrecia el hambre se come uno lo que sea – Dijo con humildad
uno de los detenidos.
-
Pues lo que sea de cada quien si ya nos
enteramos que comimos humano, pues la verdá
es que la carne de hombre no sabe mal, qué más que seguir comiéndola para darle
algo a los chamacos. Déjenos ir. – Repuso otro.
-
¡No! Llévenselos al General que todavía debe
estar despierto – Dijo el capitán hacia los soldados sin atreverse a mirar a
los detenidos.
-
¿Y qué hacemos con los morrales? ¿También se los
llevamos? – preguntó Remigió.
-
Mire, siñor,
todo lo que tengo está en el morral – Dijo otro de los aprehendidos mientras
hacía un gesto para que le acercaran sus pertenencias – Son diez centavos de
los buenos, dos monedas de a cinco. Acéptelos, pero no nos mande con el General
porque nos afusila.
-
¿Diez centavos? Ni que fueran de oro y ni así. –
Contestó fríamente el capitán- ¡Ándale, Remigio! llévatelos y no vamos a
molestar al General con más cosas de las que tiene. Deja los morrales ahí, junto
a estos huesos; y ojalá que mañana quieran enterrar este pobre cuerpo como
manda la iglesia; con todo y sus pedazos que le arrancaron estos carroñeros.
El Capitán Benigno se persignó, agachó la cabeza y se alejó
con una opresión en el pecho por lo que acababa de ver. Desde la batalla de
Lerma, en la que lo habían nombrado capitán, su rutina había sido tranquila
hasta ese día. Pero no se enfrentaba ahora en emboscadas contra otras tropas, sino que se
enfrentaba a un enemigo más común: El hambre. Había olvidado este tipo de
necesidades al alimentarse como los altos mandos del ejército lo hacen. Le
sacudió las entrañas ver un cuerpo despedazado por otros hombres para tratar de
comérselo. Nunca había escuchado hablar de algo semejante y se le hacía que tal
vez tenía todo el asunto una connotación maldita. Como una sucesión de eventos
que lo ponían, de nuevo, en una difícil prueba. Y, como era una prueba, o, al menos
así lo entendía, tenía que actuar de manera sagaz e inteligente. “¿De qué
manera actuar ante el mal?” --pensaba
mientras trataba de entender el
origen-- Pero lo único que se le ocurrió fue sugerir la muerte de los
sujetos,
para así, como buen cristiano, tratar de exterminar los males que
estaban
ocurriendo. Pero en el fondo lo entendió como matarse a sí mismo, porque
nadie
entiende el peso de un estómago vacío hasta que lo ha vivido; y, cuando
se está viviendo, no se piensa en nada, sólo se limita a obedecer.
5 pm.
Juan Jesús miró hacia el cielo y lo aplastó la tranquilidad
de las nubes lejanas que parecían
estáticas. Le hubiera gustado ver agitación, dinamismo, pero la serenidad se le
impuso. A pesar de que empezaba a soplar viento frío, el sudor de la frente se
le escurría por la cara. En su espalda mojada la brisa lo refrescó. Prefirió
que no le vendaran los ojos, para poder ver a la cara a sus ejecutores, pero la
imagen del cielo lo había atrapado y no se atrevía a bajar la mirada. Buscó con
su mano el morralito rojo en donde guardaba sus monedas: “menos mal que me
quedé con esta moneda, aunque me quitaron la morralla” -- pensaba mientras la
hacía girar en su mano húmeda-- La moneda, que no era más que un pedazo de
cartón cortado con un escudo nacional impreso de un lado, se había vuelto parte
de su cotidianeidad al punto de entregarle la carga de un amuleto y ahora, lo
acompañaría hasta sus últimos momentos.
¡Tropa!
En ese momento regresó los ojos hacia el frente. El sol rojo
y enorme que caía de frente hacia él le impidió ver con claridad; sólo alcanzó
a reconocer las siluetas de varios sombreros grandes a contraluz. Regresaron a
sus oídos los murmullos de la muchedumbre que formaba un semicírculo contra él.
¡Fuego!
Juan Jesús olió, dentro de sí mismo, como sangre cuajada. Cayó
doblado por el dolor momentáneo, pero el sol lo deslumbró como para distraerlo.
Otra bala, más tarde, le cercenó el cráneo y su moneda se llenó de la sangre
que le manaba por el pecho y se escurría por sus brazos.
La gente se disipó y llevaron el cuerpo flácido y ligero
entre dos hombres hasta el jardín trasero de la Iglesia del Carmen. Ahí lo
abandonaron, a la sombra de un viejo
Sauce.
2 pm
-
Dicen que los “carrancas” ya tomaron el Oro y que hay que ayudar en la
invasión.
-
¿Estás seguro?
-
Sí, son las órdenes que nos mandaron. – Contestó
apurado el emisario que acababa de llegar.
El General
Gustavo Rosendo se sentó en el gran sillón de terciopelo para pensar. En ese
momento entró a la sala el capitán Benigno con la cara llena de preocupación y
apuro. Se detuvo ante la sobriedad del cuarto y se aproximó al general.
-
General, perdón que lo interrumpa pero debe
venir porque acaba de pasar algo malo acá en el mercado. – Dijo mientras se
quitaba el sombrero.
-
¿Qué pasa, Benigno? ¿Que no ves que estoy en
algo importante aquí?
-
Es que la gente quiere linchar a un vendedor.
Dicen que porque les estuvo vendiendo carne de humano. Tuve que llevar a una
parte del pelotón para mantener el orden, mi general.
-
¿Qué? ¿Qué cosas dices?- Preguntó alterado el
general mientras se levantaba y apartaba un poco al recién llegado para que el
otro en el cuarto no escuchara el resto de la historia.
-
Ahí está la gente y tienen los huesos de los
cuerpos que luego les vendía. La gente
está bien enojada y lo quieren matar. – Explicó Benigno.
-
¿Y a ti, te consta esto?
-
Pues ahí está una pila de huesos todavía con
carne y con cabezas de hombres. Pero pues llegamos ya que casi lo linchaban, mi
general.
El general,
se tomó unos segundos para pensar. Miró de reojo al emisario que permanecía en
silencio del otro lado de la habitación.
-
Pues si es así, haz que lo fusilen - Concluyó
con tono enérgico para que el enviado externo también escuchara - Que lo hagan frente a toda la gente. Esas
cosas no pueden pasar aquí.
-
Sí, mi general – Contestó el capitán Benigno con
la cabeza agachada - ¿Qué hacemos con los huesos que traía? – Preguntó después.
-
Llévalos a la iglesia, no vaya a ser que la
gente se enoje más. – Contestó con tono resolutivo – Yo, ahorita, tengo que
salir a reunirme con otros generales, pero no voy lejos y llego en la noche
para ver este asunto que suena muy tenebroso… Ah, Benigno – Agregó después de
unos segundos – No le vayas a estar buscando tres pies al gato, porque ya te
conozco como eres. A ese cabrón te lo chingas si es lo que quiere la gente, no
vaya a ser que por andar de lentos se lo echen ellos y después se nos salgan
del huacal, ya vez que no están muy contentos.
12 am
La gente se arremolinaba alrededor de la débil mesa de madera
que Juan Jesús usaba para exhibir sus productos. Intentó pasarle un trapo a la
superficie de la mesa, pretendiendo ignorar la efervescencia de los ánimos. El
griterío se volvía ensordecedor y Juan Jesús intentaba explicar por última vez
que no tenía más carne para vender. Pero la masa de gente parecía estar sorda
y, en cambio, se tornaba cada vez más iracunda. Entre todo el disturbio ya no
reconocía los insultos que se volvían más violentos. Una señora con brazos gruesos
y flácidos lo alcanzó a arañar en la cara a la vez que gruñía mostrando los
dientes; mientras que otra más delgada y con semblante enfermizo le propinaba
repetidos latigazos con su reboso. Juan Jesús retrocedió un par de pasos con
una mano en su morralito rojo donde guardaba las ganancias y la otra en la cara
donde recibió los rasguños. Trataba de recoger su mesa de madera pero la
terminó dando por perdida cuando otro par de mujeres de mediana edad
forcejearon por ella desde el otro lado. Decidió acercarse a la carreta en que
llegó y emprender la huida, pero un grupo de mujeres que lo seguía de cerca lo
tomó de los vestidos de manta y trató de detenerlo. Él las venció y se subió a
la carreta. Dio dos fuetazos a la mula para avanzar, pero un hábil muchacho
puso un huacal en una de las ruedas. El animal intentó avanzar pero sólo
consiguió desestabilizar la carreta. Juan Jesús, que no sabía qué pasaba, azotó
el fuete tres veces más en la bestia y ésta, acostumbrada a redoblar los
esfuerzos con la violencia, intentó caminar. El huacal hizo que la rueda se
atascara y la fuerza de la mula rompió el eje. La carreta cayó de lado y Juan
Jesús cayó con ella. Al intentar levantarse se dio cuenta que su cargamento,
apenas tapado con una manta sobre la cubierta de la carreta, se desbordó
dejando caer un montón de huesos, pieles, y cabezas de humanos casi en
putrefacción. Sintió la adrenalina corriendo por su cuerpo y empezó a sudar por
la frente y las manos. La gente que en ese momento se iba juntando cada vez más,
al fin se quedó quieta tan sólo mirando ese fatídico espectáculo.
10am
-
La verdad es que cómo nos han ayudado estos
vendedores nuevos – Le comentó una señora menuda y tranquila hacia otra que
estaba delante de ella en la fila.
-
Sí ¿verdad?, ya pensaba que nos íbamos a morir
de hambre aquí – Le dio la razón la otra.
-
Y bien barato que nos deja la carne, ni siquiera
antes podíamos comer tan barato, este hombre es un santo – Dijo otra que no
había participado en la conversación.
-
Antes cinco centavos apenas alcanzaba para el
nixtamal y unos chilitos, pero ahora nos deja un kilo de carne por lo mismo – Agregó
la primera en hablar.
-
Y sabe bien buena, se la pongo a mi marido desde
nantes de que se vaya a trabajar y bien
que le gusta porque antes me dejaba lo que le mandaba, pero ahora hasta me pide
que le ponga más. – Dice otra con satisfacción.
-
Lo malo es que se acaba bien pronto y desde
temprano ya se hace el gentío – Evidenció la señora menuda mientras miraba
preocupada hacia la multitud que crecía en el puesto.
-
¿Se acuerda, Lupe, que aquí en el mercado nomás
vendían carne que según de puerco bien cara y ni sabía bien? Mire ahora, hasta
Don Tomás, el carnicero, se forma para comprar – Dijo con voz más alta para que
escucharan alrededor y los que escucharon la voltearon a ver sonrientes.
-
¡Dicen que ya casi se acaba! – Advirtió un
muchacho que salía a empujones del bulto de personas con un paquete envuelto en
papel en la mano.
-
¡Ay niño, véndeme tu carne!– Se le aproximó una
señora con las manos en un morralito para la morralla.
-
¿No quiere que le de también pulque? – Ironizó
el joven - ¡Si llego sin nada mi mamá me va a dar una buena, aparte estoy
esperando desde las 8! – Contestó el muchacho tratando de esconder su paquete.
-
¡Te doy diez centavos! – Dijo otra señora
tratando de alargar sus manos hacia las del niño.
-
¡Que no! Órenle, señoras, fórmensen bien, no se vayan a cansar – Dijo el niño intentando irse
con una sonrisa en el rostro.
-
¡Qué chamaco! ¿Por qué nos habla así? – dijo la
otra en tono alarmado y ofendido.
-
¡A ver, niño, dame tu carne por hablarle así a
las señoras! – Ordenó con voz gruesa un hombre que hasta el momento sólo había
estado escuchando.
-
¡Que ya las dije que no!
Pero en ese momento el niño, que intentaba irse, fue detenido
por el hombre y le arrebató el kilo de carne que guardaba bajo el brazo. El
muchacho soltó a gritar y las señoras también, todas querían la carne ante la
amenaza de que se terminara en el puesto. El señor fue atacado por un grupo de
mujeres que le gritaban y le asestaban arañazos. El joven fue expulsado del
tumulto y echó a correr dejando caer unas lágrimas mientras escuchaba que el
alboroto crecía en el puesto del mercado.
6:15am
Juan Jesús se levantó sin esfuerzo del petate. Al salir, el
frío le penetraba en el gabán y le hacía sacudir su cuerpo esbelto de muchacho.
Encontró a su padre preparando la carreta.
-
Aquí, en esta caja está la carne. Pones la mesa
y vendes cada uno de estos – Señalando los paquetes de carne ya envuelta en
papel absorbente – en cinco centavos, cuando termines nomás te traes la
morralla y nos vemos acá. Te voy a dar a ti cinco centavos, toma – Le extendió
una moneda de cartón con un escudo nacional impreso de un lado. Eran las nuevas
monedas que empezaron a circular desde que la “bola” tomó el control de la
ciudad de Toluca. – ¡Ah y se me olvidaba! nomás tomas la caja, no vayas a sacar
lo que hay en la carreta.
Juan Jesús tenía un momento de excitación. Venía pensando el
momento con ansia nerviosa, pero le emocionaba la idea de poder ayudarle a su
padre por primera vez.
Desde que
comenzó la guerra había visto cómo su padre se iba por unos días y llegaba con
carne que después empezó a vender. Nunca supo de dónde la sacaba, sólo
recordaba cómo se pasaba la noche a luz de vela preparando kilos para irlos a
vender a la ciudad.
Juan Jesús
atesoró su moneda de cinco centavos como un emblema de la confianza de su padre
y un símbolo de haber crecido. Juan Jesús se imaginó a sí mismo regresando a
casa con dinero para la casa y su padre, quien se mostraría orgulloso de él.
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