EL CASTILLO
La
escuela era como ese periodo tedioso y molesto que hay que vivir en las mañanas
para empezar el día. La verdadera vida, en esos momentos, era al salir: me veía
con Adriana e íbamos al castillo. Ella fue la que me mostró el castillo y, de
cierta forma, también lo creó.
-Te
quiero enseñar algo
-¿Qué
es?
-Un
lugar. Te va a gustar, apenas lo encontré.
Ella
comenzó a caminar con una impaciencia alegre. Yo quería que tuviéramos el
riguroso ritual de hablar de nuestras vidas, pero ella más bien se volteaba
para sonreírme de vez en cuando.
Atravesamos una banqueta en donde, en sus costados, se
elevaban a media altura unos arbustos totalmente verdes. Desaceleró su ritmo y
entreabrió los labios mientras las yemas de su mano derecha rosaban las pequeñas
hojas que se enfilaban hacia nosotros. La miré a los ojos y muy dentro de ellos
vi cómo resplandecía una sonrisa que su boca no me daba.
-¡Vamos!
Que se hace tarde
- Ya
voy, ya voy – contesté con un tono de broma –
Subimos
por una calle inclinada por la que nunca había pasado. Dimos la vuelta en una
esquina donde, en una tienda con apariencia polvosa, un par de hombres con sudor seco y camisetas
enmugradas tomaban cervezas claras sentados en la banca que ponía la tendera.
Ya no parecía estar en la misma ciudad. El silencio y la
tranquilidad me trasladaban hacia algún pueblo de los que abundan en el país.
-
Aquí es
“¿Aquí es?” – pensé
Era
un muro alto que escondía en el descuido un color amarillo. En medio del muro,
una puerta de aluminio pintado de blanco y corroída por el óxido nos saludaba.
Ella metió la mano a la pequeña bolsa tejida que traía colgando. Sentí que
buscaba sus llaves y, durante este lapso, me pregunté por qué me trajo a su
casa.
La palabra sexo se atravesó por mi
mente y me hinché en orgullo. “será que tan rápido ella…”
No
sacó sus llaves sino una billetera también tejida por artesanos. Luego sacó de
ella una tarjeta enmicada del Blockbuster. Jaló la puerta por la manija e
introdujo la tarjeta por la ranura a la altura de la chapa. Sacaba la lengua de
lado en señal de esfuerzo. La puerta se abrió.
Era una construcción enorme. Estaba
revestida con yeso blanco un poco deteriorado. Tenía tres pisos de altura más
unas escaleras de cemento que conducían al sótano. Por cada piso unos adornos
de pecho de paloma se afilaban hacía arriba. No tenía ventanas, sólo los
grandes espacios destinados para este propósito. Eran dos en el último piso y, vista
desde abajo, parecía una gran calavera con los ojos desorbitados. Por afuera,
la casa se rodeaba de espacios para jardines, los cuales estaban invadidos por
maleza seca y enmarañada que crecía hasta nuestro ombligo.
Desde afuera y, al mirar hacia
dentro, se miraba una atmósfera lúgubre. Tenía una puerta de madera que ya
estaba partida y los pedazos de barniz viejo se caían a pedazos como costras.
Ella tomó mi mano y me llevó hacia
dentro.
-
Está padre ¿no? La encontré porque vivió acá a
lado y no sé cuanto tiempo lleve abandonada.
-
Sí, está increíble, ¿pero no crees que haya
bronca por meternos así?
-
No creo. Si nadie la ocupa pues está bien darle
algún uso ¿no?
Yo
le quise creer porque ella me gustaba y porque era como una pequeña aventura
que estaba viviendo.
Nos metimos y sentimos el frescor de
la humedad que sudaban las paredes.
-
Nunca he traído a nadie más que a mi amiga Paty
y ahora a ti.
Pasamos
por el espacio que ocuparía la sala donde había una chimenea nunca antes usada.
Todo el suelo gris estaba lleno de tierra y polvo. Unas cubetas y un bulto de cemento
a la mitad estaban amontonados en una esquina.
-
¿Te imaginas cuántas cosas se podrían hacer
aquí?
Subimos
por las escaleras amplias y sin barandal. Al llegar al segundo piso se veían
distintas habitaciones sin puertas y sin muebles, siempre con el mismo color
cemento.
-
No sé, a mí me gusta, me imagino tantas cosas.
Seguimos
subiendo hasta el tercer nivel que ya no parecía tan terroso. Desde ahí se
iluminaban las paredes blancas de una habitación con el sol de media tarde. Ahí,
había varios botes de pintura abiertos. Ella caminó hacia ese cuarto.
-
Aquí vengo casi todos los días
Al
entrar, estaban regados en el suelo papeles blancos con dibujos coloridos. Y,
en las paredes, pendían con cinta canela otros dibujos más elaborados: había un
caracol con su concha roja y un fondo azul intenso; un árbol lejano y solitario
gobernando un valle de verdes pastos; otro lucía dos figuras humanas abrazadas
con fuego entre ambos en medio de un laberinto en blanco y negro; también había
otro con un ave en pleno vuelo con las alas extendidas sobre el horizonte
pastoso creado con óleos.
-
No sé por qué te enseño esto, nunca lo hago, más
que con mi amiga Paty. Mira – y tomó una hoja grande con un dibujo sin forma
pero con intensidad de colores y trazos y me lo tendió – ésta es ella, o al
menos así la veo. Tal vez algún día también te dibuje.
-
¿Cómo me dibujarías?
-
No sé, todavía no te conozco.
-
¿Entonces?
-
¿Entonces qué?
-
Por qué me traes sin conocerme, dices tú.
-
Pues no sé, ya te dije. Supongo que me
inspiraste confianza. O tal vez sea mi necesidad de compartir mi vida un
poquito. – tomó un momento y se volteó hacia una pared —Mira
Me
llevó hacia la pared, y ya estando cerca, pude ver que tenía unos trazos leves
en lápiz que creaban la silueta de una mujer que se parecía mucho a ella. Tenía
los ojos grandes y la cara redonda, un pelo largo que se mecía con el viento a
la derecha, la nariz pequeña y una boca cerrada. Estaba desnuda y tomándose el
pecho como la venus naciendo. Lucía un rostro sereno y pacífico mientras miraba
con el brillo de la esperanza. Su cuerpo no era como el típico estereotipo de
belleza, no tenía pechos gigantes ni tampoco era demasiado delgada. Estaba
cómoda en su desnudez y su belleza natural.
-
¿Eres tú?
-
Ja, ja, lo mismo dice Paty pero no creo, supongo
que cuando una dibuja no puede dejar de hacerse a una misma.
-
Me gusta ¿Cuándo lo terminas?
-
No sé, no me gusta apresurarme
-
Me gustaría verlo terminado.
-
Algún día.
Pasamos
la tarde hablando hasta que las primeras estrellas se aparecieron y la noche
cubrió el cuarto que antes era de luz; pero en este tiempo nunca hablamos de
nuestras vidas, como había pensado por la mañana al imaginarme la cita. sólo
hablamos de la vida en sí.
Como en ese tiempo no tenía ninguna
obligación más que ir a la escuela por las mañanas y ella tampoco, nos veíamos
a un lado de la fuente con leones que está en el centro y subíamos a la casa de
muros amarillos toda la tarde hasta la que la luz se extinguía. Antes de
entrar, comprábamos frituras y bebidas refrescantes en la tienda de la esquina
para sofocar el calor de abril. La tendera siempre nos sonreía.
Al principio, yo la miraba pintar
sobre los trozos blancos de papel con sus propios dedos, hasta que ella empezó
a sentirse demasiado observada. Entonces empecé a llevar mi guitarra y mis
libros para estar junto a ella sin ser agobiante. Empecé a componer canciones de
amores verdaderos y de viejas historias que hablaban de dragones chinos.
Yo sentía esta casa como un
castillo, con colores mágicos en el cuarto iluminado y un aspecto lúgubre por
afuera. Así lo llamamos: El castillo.
Fue un martes por la tarde cuando
conocimos a Gabriel y a Laura en la tienda de la esquina. Compraban cerveza y
reían entre ellos. Parecían más grandes que nosotros y sentimos que les
agradamos porque nos preguntaron qué haríamos. Al final los invitamos a la casa
y bebimos cerveza mientras Gabriel y yo nos intercambiábamos la guitarra. Sus
canciones parecían mejores que las mías porque eran populares y todos las
cantaban, en cambio, las mías producían un silencio algo incómodo, pero por
cortesía todos me aplaudían y me adulaban un poco.
Les pareció la casa, nuestro
castillo, un espacio increíble y pronto se volvieron parte de la cotidianeidad
cuando empezaron a ir diario. En lo personal prefería el espacio entre las tres
y las cinco de la tarde cuando ellos todavía no llegaban, y yo estaba a solas
con Adriana. Pero a Adriana parecía agradarle mucho su compañía y a mí tampoco
me molestaba.
Al cabo de un tiempo nos hicimos
íntimos los cuatro. Un día que nos quedamos solos mientras ellas iban al baño,
Gabriel me dijo que debería decirle lo que sentía. Yo me sonrojé y fingí no
saber de lo que hablaba. Él no hizo más comentarios.
Nunca me sentí totalmente cómodo con
Gabriel. Aunque en un principio ambos teníamos la disposición de platicar más,
había un velo puesto de mi parte, pero no porque quisiera, sino porque su
figura y todo lo que él representaba me intimidaba y, a mí entender, era
preferible quedarme callado que decir alguna tontería y pasar como un bobo ante
sus ojos. Primeramente la edad jugó un papel crucial en esta relación ya que
era mayor. Pero lo más intenso venía de su aspecto físico, todo el conjunto: la
estatura desarrollada, las camisetas blancas y sin manga que siempre usaba y
dejaba a la vista unos brazos gruesos y rayados con tatuajes, la barba tupida
que le cubría el rostro y, sobre todo, su mirada: esos ojos grises e
inquisidores que guardaban silencio pero que parecían cuestionar a cualquier
interlocutor.
Gabriel llevó a dos amigos más, unos argentinos de
veititantos que fumaban muchos cigarrillos. Bebimos cerveza de nuevo hasta la
madrugada. Uno de ellos le alababa la belleza a Adriana y ella sólo agradecía.
Estos dos amigos, a la semana
siguiente, llevaron a más amigos para beber. Ese día yo no bebí y acompañe a
Adriana a su casa temprano, ellos se quedaron en el castillo. Al poco tiempo
los otros amigos habían invitado a más amigos. Y nosotros dos seguíamos usando
el cuarto más iluminado de hasta arriba, pero en los pisos de abajo ya se
escuchaba música de un aparato con pilas.
Cada tarde sentía más gente
conviviendo en el castillo. Adriana, a pesar de no conocer a la mayoría, con
todos reía y bromeaba, pero después de un momento, ambos nos encerrábamos en el
cuarto iluminado con dibujos por todos lados. Pero yo ya no hablaba en mis
canciones sobre amor, sino en castillos y dragones.
La mayoría de las paredes del
castillo se llenaron de dibujos de diferente naturaleza. Mis dibujos
preferidos, después de los de Adriana, eran los de Laura. Ella creó unas
sirenas con cabellos de diferentes colores sobre la pared más grande del
segundo piso. Gabriel, justo enfrente de esta pared, había hecho una
composición colorida de peces de diferentes tamaños que tenían dientes
afilados. Me gustaba pasar por ahí.
Un amigo de alguien conocía a
alguien más en la compañía de electricidad
y pronto hicieron una bajada clandestina para poder tener electricidad.
Así la casa ya también tenía vida por la noche.
Por la tarde, de cinco a seis, ensayaba una banda de rock
progresivo en la sala de la planta baja. En el cuarto principal del segundo
piso, que tenía baño, instalaron dos máquinas de coser antiguas y un grupo de
cinco o seis personas hacía costuras de vestidos exóticos. En el cuarto
contiguo al nuestro, un maestro de poesía cuarentón hizo un taller de escritura
surrealista con algunos discípulos, le llamaban maestro Cerillo. En el sótano
se instaló un taller de bicicletas y llevaron herramienta. También ahí, en las
mañanas, iban algunos artesanos a hacer figuras de hierro forjado. En la planta
alta, junto a nuestro cuarto se hacía de siete a diez un taller de escultura
contemporánea.
Gabriel parecía tener el control de cada actividad que se
realizaba en el Castillo. Y, a pesar de sentirme algo invadido y como un
huésped en mi propia casa, admiraba todo lo que se había logrado, y no me
oponía a ninguna propuesta que se hacía en martes, el día de la junta semanal,
aunque debo señalar que sólo asistí a las dos primeras reuniones.
Al principio establecimos una regla de que no se podía
beber entre semana, sólo los viernes y sábados por la noche. Las drogas siempre
estaban prohibidas. Adriana y yo cedimos en todo, con la condición de que no se
metieran a nuestro cuarto iluminado del tercer nivel. Pusimos una cerradura que
consistía en un candado amarillo.
Yo ya no componía con todo el ruido.
Las sirenas que había dibujado Laura desaparecieron para
dar paso a una composición contemporánea sobre la belleza de lo grotesco. Laura
desapareció también cuando se enteró que Gabriel se besuqueaba con una estudiante
de artes llamada Lola. Lola amaba la belleza de lo grotesco.
Los viernes se hacía una muestra de trabajo semanal donde
se bebía vino barato y el maestro cuarentón leía poemas y le seguían sus
súbditos con algunos relatos.
Un día salí al patio que nunca fue podado a ver las
estrellas. Y ahí estaba Gabriel con un círculo de hombres. Vi que estaban
fumando marihuana. No dije nada.
-
Las reglas son para romperse – me susurró y tocó
mi hombro
Cuando
le platiqué a Adriana sobre lo que vi, ella pareció no importarle. En cambio me
pidió una sugerencia para adornar el
bodegón multicolor que estaba pintando sobre la pared.
-
Como que a mí ya no me late Gabriel.
-
No importa, está haciendo algo por todos aquí,
tú no te preocupes.—ella siguió de espaldas trazando con sus dedos a manera de
pincel— Creo que ya voy a empezar a ponerle colores al dibujo de la pared de
ahí.
-
¿A la venus?
-
Sí
Ahora
también los argentinos tenían una banda experimental casi toda la tarde, y me
atormentaban sus sonidos. También a la semana siguiente se inauguró el taller
de tatuajes y Gabriel sugirió borracho en medio de la fiesta del viernes, que
todos debíamos tatuarnos un castillo. Muchos gritaron con excitación. Sólo el
maestro Cerillo protestó.
No sabía qué era lo que me molestaba
en realidad de todo esto. Sentía que se estaba banalizando el concepto
original, pero no dije nada. Porque de todos, era yo el que menos hacía cosas.
Creo que amaba a Adriana demasiado,
pero mi falta de pericia me impedía llegar a otro paso. Ella, por su parte,
parecía un ente aparte de todo y todos. Dejó de platicar con la mayoría y sólo
hablaba por ratos conmigo. La otra parte se la pasaba haciendo dibujos, algunos
hermosos, y al terminarlos los apilaba en el espacio que serviría de closet en
la habitación iluminada del cuarto del tercer nivel.
Una tarde llegué un poco cansado y
no vi a Adriana, entonces me dirigí a nuestra habitación. Me recosté en el
colchón inflable que llevamos para descansar y me perdí en el sueño. Me levantó
un tumulto lejano. Era una riña entre el maestro de poesía y los tatuadores de
apariencia ruda.
Cuando salí, estaba alegando un
tatuador gordo que el maestro Cerillo o uno de sus discípulos había robado su
maquinita para inyectar tinta. El poeta respondía con arcaísmos e insultos decimonónicos.
Gabriel trató de tranquilizar a los
hombres y, en cambio, acusó a uno de los argentinos, que en ese momento estaban
ausentes, de haber hurtado el artefacto. Todos tranquilizaron. Nunca volví a
ver a los argentinos.
La cerveza se hizo cotidiana en
cualquier día y a cualquier hora. Y las botellas familiares se apilaban junto a
los botes y el cemento. El baño comunal expedía un olor a encierro e inmundicia
y los gritos vulgares cada vez eran más normales.
Una mujer flaca que controlaba el
taller de escultura y su séquito, sabotearon un mural que tenía por temática el
poder del hombre. Ellas acusaban al autor, un joven norteño, de ser machista y
patriarcal. Arrojaron pintura roja sobre él y su mural.
Sólo nuestro cuarto iluminado del
tercer nivel nos proporcionaba paz. Adriana comenzó a colorear su imagen
desnuda en la pared. Después de haber estado sin ropa toda la tarde frente a mí
para servirse de su propia modelo. Sacó del pilar de dibujos un dragón que
tenía pocas escamas. Tenía fuego por los
ojos. Sus garras eran pequeñas pero bastante afiladas y miraba hacia el cielo.
Su cuerpo se enroscaba en una espiral terrible que controlaba las tinieblas.
-
te dije que algún día te dibujaría. Así te
siento.
Esa
noche, mientras mirábamos la oscuridad del cuarto me confesó que alguna vez
tuvo una amiga que se llamaba Paty, pero que murió hacía un par de años. Esa
noche fue lo último que nos dijimos. Por las noches la amaba más porque era
cuando no estaba conmigo, pero esa noche la amé de verdad al tenerla a mi lado.
Esa noche dibujamos sus más hermosos trazos con nuestros cuerpos. Esa noche se
convirtió en canción.
Esa noche dormimos juntos.
Adriana
me mandó un mensaje de texto diciendo que esa semana no podría ir al castillo.
Yo tampoco fui porque precisamente coincidió con las fechas de entregas finales
de la escuela. Tampoco tenía mucho caso enfilarme a ese lugar si ella no iba.
Ahí entendí que dejé de amar el lugar y Adriana pasó a ocupar la totalidad de
mi cariño.
El
sábado por la tarde fui al castillo porque había dejado mi guitarra la última
vez que estuve con Adriana. Sería una visita rápida: subiría las escaleras,
abriría el candado amarillo y me llevaría mi guitarra.
Cuando entré en la casa se llevaba a
cabo una fiesta llena de gente desconocida. La mayoría bailaba frenéticamente y
parecían absorbidos por algún pensamiento profundo. Exhalaban humo a través de
la barrera de los dientes podridos. El olor a humedad, tabaco, crack y
marihuana se mezclaba con estas formas flácidas. Cuando entré, algunos que me
conocían sólo me seguían con la mirada pero no dijeron nada. Subí las escaleras
hacia el segundo nivel. Ahí, en el taller de costura, junto a las máquinas
viejas, estaba Gabriel con un grupo de hombres y mujeres. Todos lo miraban
mientras él estaba sentado sobre una cubeta volteada. Cantaba “like a rolling
Stone” con los ojos cerrados, mientras sus manos digitaban acordes en el brazo
de mi guitarra valenciana.
Me introduje, lo miré, esperé a que
terminara de cantar y arrebaté mi guitarra. Todos me estrecharon una mirada
reprobatoria y dijeron para sí mismos “qué mala vibra trae este carnal”.
Gabriel sólo se sonrió para los demás y no me volvió a mirar.
Pensé entonces que nuestro candado,
y nuestro cuarto luminoso del tercer nivel habían sido violados. Subí
rápidamente con mi guitarra en mano y el cuarto ya no era luminoso. Quedaban
unos pocos dibujos de Adriana pisoteados en el suelo. Los iluminaba tristemente
la poca luz que se colaba de los niveles inferiores. Traté de levantar algunos
y acercarlos a mi pecho.
Volví la mirada a la pared donde
estaba el dibujo de Adriana como venus naciendo. Pero ya no había ninguna
venus. Ya no había ningún color. Ahora sólo un ojo observador. Sobre la pared
en la que antes estuviera el maravilloso dibujo de Adriana, había ahora, un
ojo, un ojo terrible y maldito con serigrafía negra. Debajo del ojo se leía
“Gabriel” a manera de firma. Era un dibujo de él. Había marcado su territorio
como un perro haciendo un dibujo de un ojo inquisidor y diabólico, como el de
Gabriel. Recogí los dibujos y busqué a Gabriel, pero no lo encontré de
inmediato. Recorrí la casa y sólo me encontré con despojos humanos, cuerpos
fuera de sí mismos. Riendo a carcajadas de cualquier tontería. Otros absortos
en sí mismos.
Salí por la puerta de madera hacia
el jardín lleno de maleza.
Ahí estaba Gabriel. Estaba sonriente
y tranquilo.
No supe qué decir. Traía la guitarra
en la mano. Pero en ese momento vi un acumulamiento de luces rojas y azules que
pintaban las fachadas de los vecinos y el cuarto iluminado del tercer nivel
ahora se llenaba de estas luces. Empezaron a sonar las sirenas.
Vi sombras arrastrándose por el
tejado del castillo para asaltarlo como gárgolas sobre una catedral
Por el muro amarillo que nos protegía del exterior, se
asomaron las sombras y en las manos cargaban rifles largos. Sus caras
encapuchadas producían terror y asombro. Gabriel se metió en seguida. Un
altavoz nos ordenó que saliéramos con las manos en alto. Una sombra se me
acercó con actitud felina apuntándome con su rifle. Otros más se introdujeron
corriendo tirando la puerta de madera con un ariete negro.
Mis padres pagaron la fianza por
allanamiento de morada. A otros más se les acusó de delincuencia organizada
pero afortunadamente a mí no me acusaron así. Mi guitarra desapareció junto con
los dibujos de Adriana.
Aparentemente la tendera de la
esquina estaba harta de que algunos borrachos orinaran en su entrada y
abandonaran en ella botellas vacías. Pero llamó al dueño original del castillo
cuando robaron la banca que ofrecía a sus clientes para tomarse un refresco.
Jamás volví a ver a Adriana, su
número de teléfono dejó de existir y renuncié a buscarla en su casa a las dos
semanas no saber de ella.
Podría decir que tampoco volví a ver
a Gabriel, aunque no sé si cuente haberlo visto en la televisión. Apareció con
su mandíbula grande, los tatuajes en el brazo y su pelo enmarañado en un
programa, en donde lo entrevistaban por haber iniciado el primer centro
cultural alternativo de la ciudad desarrollado en una casa okupa. Lo
felicitaban y daban testimonio de sus logros culturales.
Maldije su nombre.
qué buena lectura mano! gracias por compartir, haz leído los detectives salvajes de roberto bolaño? bueno si no, yo creo que te va a gustar. me recordó un buen. saludos.
ResponderEliminarNo lo he leído, lo voy a leer! muchas gracias, mano que bueno que te haya gustado, y gracias por tomarte el tiempo de leer
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