domingo, 2 de junio de 2013

Centavos




 
Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto del cielo: «¡Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!»
Apocalipsis 19:17

11 pm.


-       Pues no queda más que fusilarlos ¿O cómo ve, mi general?
-       Pues ya ni modo. Dile a Benigno que tenga listos a los demás para darles fogón a esos jijos.
-       ¿Y que se haga todo en la mañana, mi general?
-       No, de una vez, ahorita en la noche es mejor. Antes de que se haga más ruido de todo esto. De todas maneras la gente no va a dejar de hablar de lo que pasó en la tarde con el otro que nos echamos y, si le sumamos lo que hicieron estos canijos, pues va a ser peor. ¡Órale pues! chíngale por Benigno antes que se haga más tarde.
-       Ya voy, mi general. No se enoje conmigo, pues.
-       ¡Órale! Y dile a Benigno que tenga alerta a la tropa – Terminó de decir el General con tono imperativo.


Habían pasado varias horas difíciles: cuatro hombres estaban a punto de ser fusilados, además del otro fusilamiento que ocurrió más temprano. Pero lo que al General Gustavo Rosendo le horrorizaba no tenía que ver con dar muerte bajo sentencia, pues, en los años anteriores, había tenido que matar quizás a cientos de hombres. Pero el motivo de ésta era distinto, nunca se había tenido que enfrentar a circunstancias parecidas, porque lo que hacía diferente esta noche eran precisamente las razones por las cuales ordenaba la ejecución de estos cuatro.

El General volvió a su cama, miró a su esposa dormida y la cubrió con la manta de seda y las cobijas pesadas porque, aunque era verano, en las noches, ahí, siempre hace frío. Miró, inmóvil, el techo adornado con grecas y volados antiguos. Trató de recordar sus días de ser un simple hijo del talabartero; después, las primeras veces que cargaba su carabina 30-30 y sus días errantes en el valle. Puso la mano en su estómago y trató de recordar el dolor agudo que se hace habitual al no comer lo suficiente. Pero esa sensación ya sólo permanecía como algo ambiguo, quizás como una medalla que lo llevó a convertirse en General. La vida que ahora tenía, se decía continuamente, era una recompensa por haberse salido con “los sombrerudos” que arrasaron Temoaya, su pueblo, y haber ayudado a liberar el valle del que ahora era  general y protector. Ahora la seda le raspaba como los petates donde dormía de niño. El estómago lleno le produjo nauseas.


9 pm


-       ¿Quién andará ahí? – Preguntó temeroso un soldado en medio de espesura de la noche.
-       Se escuchan ruidos por donde está ese árbol, pero mejor acerca la lámpara – Le respondió su compañero.
-       No, mejor ve tú con tu lámpara, la mía ya casi no tiene aceite.
-       Mejor hay que llamar a los otros, no me animo a acercarme solito, ya vez lo que dicen de los cuerpos que no se han enterrado.
-       No seas miedoso, Remigio. Pero no estaría mal decirle a los otros que se vengan para ir a ver qué es lo que se anda moviendo ahí.

Cuando llegaron cuatro soldados más con dos lámparas grandes y se atrevieron a avanzar hacia el patio oscuro de la iglesia, donde habían aventado el cadáver del sujeto fusilado, los asustaron figuras humanas alrededor del cuerpo fallecido. Éstas, a su vez, también se asustaron y trataron de huir, pero los soldados los apuntaron con sus fusiles y gritando que se detuvieran, lograron que se quedaran quietos. Después los revisaron uno por uno y encontraron pedazos de la carne del cadáver en los morrales de manta que ahora escurrían sangre. Les amarraron las manos, ahora rojas, con grueso mecate.

-       Déjenos ir.
-       ¿Qué es esto? – Preguntó instintivamente un soldado muy desconcertado ante lo que veía.
-       Se lo estaban comiendo, capitán.
-       No lo comíamos, primero hay que cocinarlo. – Corrigió uno de los inculpados - Nomás queríamos llevar algo pa’ la casa. Los niños tienen hambre.
-       ¡Mira nomás cómo dejaron en los huesos a este pobre!, ¿y todavía se lo quieren comer? Eso es del Diablo.
-       Usté’ sabe que cuando arrecia el hambre se come uno lo que sea – Dijo con humildad uno de los detenidos.
-       Pues lo que sea de cada quien si ya nos enteramos que comimos humano, pues la verdá es que la carne de hombre no sabe mal, qué más que seguir comiéndola para darle algo a los chamacos. Déjenos ir. – Repuso otro.
-       ¡No! Llévenselos al General que todavía debe estar despierto – Dijo el capitán hacia los soldados sin atreverse a mirar a los detenidos.
-       ¿Y qué hacemos con los morrales? ¿También se los llevamos? – preguntó Remigió.
-       Mire, siñor, todo lo que tengo está en el morral – Dijo otro de los aprehendidos mientras hacía un gesto para que le acercaran sus pertenencias – Son diez centavos de los buenos, dos monedas de a cinco. Acéptelos, pero no nos mande con el General porque nos afusila.
-       ¿Diez centavos? Ni que fueran de oro y ni así. – Contestó fríamente el capitán- ¡Ándale, Remigio! llévatelos y no vamos a molestar al General con más cosas de las que tiene. Deja los morrales ahí, junto a estos huesos; y ojalá que mañana quieran enterrar este pobre cuerpo como manda la iglesia; con todo y sus pedazos que le arrancaron estos carroñeros.

El Capitán Benigno se persignó, agachó la cabeza y se alejó con una opresión en el pecho por lo que acababa de ver. Desde la batalla de Lerma, en la que lo habían nombrado capitán, su rutina había sido tranquila hasta ese día. Pero no se enfrentaba ahora  en emboscadas contra otras tropas, sino que se enfrentaba a un enemigo más común: El hambre. Había olvidado este tipo de necesidades al alimentarse como los altos mandos del ejército lo hacen. Le sacudió las entrañas ver un cuerpo despedazado por otros hombres para tratar de comérselo. Nunca había escuchado hablar de algo semejante y se le hacía que tal vez tenía todo el asunto una connotación maldita. Como una sucesión de eventos que lo ponían, de nuevo, en una difícil prueba. Y, como era una prueba, o, al menos así lo entendía, tenía que actuar de manera sagaz e inteligente. “¿De qué manera actuar ante el  mal?”  --pensaba mientras trataba de entender el origen-- Pero lo único que se le ocurrió fue sugerir la muerte de los sujetos, para así, como buen cristiano, tratar de exterminar los males que estaban ocurriendo. Pero en el fondo lo entendió como matarse a sí mismo, porque nadie entiende el peso de un estómago vacío hasta que lo ha vivido; y, cuando se está viviendo, no se piensa en nada, sólo se limita a obedecer.

5 pm.


Juan Jesús miró hacia el cielo y lo aplastó la tranquilidad de las nubes lejanas  que parecían estáticas. Le hubiera gustado ver agitación, dinamismo, pero la serenidad se le impuso. A pesar de que empezaba a soplar viento frío, el sudor de la frente se le escurría por la cara. En su espalda mojada la brisa lo refrescó. Prefirió que no le vendaran los ojos, para poder ver a la cara a sus ejecutores, pero la imagen del cielo lo había atrapado y no se atrevía a bajar la mirada. Buscó con su mano el morralito rojo en donde guardaba sus monedas: “menos mal que me quedé con esta moneda, aunque me quitaron la morralla” -- pensaba mientras la hacía girar en su mano húmeda-- La moneda, que no era más que un pedazo de cartón cortado con un escudo nacional impreso de un lado, se había vuelto parte de su cotidianeidad al punto de entregarle la carga de un amuleto y ahora, lo acompañaría hasta sus últimos momentos.

¡Tropa!

En ese momento regresó los ojos hacia el frente. El sol rojo y enorme que caía de frente hacia él le impidió ver con claridad; sólo alcanzó a reconocer las siluetas de varios sombreros grandes a contraluz. Regresaron a sus oídos los murmullos de la muchedumbre que formaba un semicírculo contra él.

¡Fuego!

Juan Jesús olió, dentro de sí mismo, como sangre cuajada. Cayó doblado por el dolor momentáneo, pero el sol lo deslumbró como para distraerlo. Otra bala, más tarde, le cercenó el cráneo y su moneda se llenó de la sangre que le manaba por el pecho y se escurría por sus brazos.

La gente se disipó y llevaron el cuerpo flácido y ligero entre dos hombres hasta el jardín trasero de la Iglesia del Carmen. Ahí lo abandonaron,  a la sombra de un viejo Sauce.

2 pm


-       Dicen que los “carrancas”  ya tomaron el Oro y que hay que ayudar en la invasión.
-       ¿Estás seguro?
-       Sí, son las órdenes que nos mandaron. – Contestó apurado el emisario que acababa de llegar.

El General Gustavo Rosendo se sentó en el gran sillón de terciopelo para pensar. En ese momento entró a la sala el capitán Benigno con la cara llena de preocupación y apuro. Se detuvo ante la sobriedad del cuarto y se aproximó al general.

-       General, perdón que lo interrumpa pero debe venir porque acaba de pasar algo malo acá en el mercado. – Dijo mientras se quitaba el sombrero.
-       ¿Qué pasa, Benigno? ¿Que no ves que estoy en algo importante aquí?
-       Es que la gente quiere linchar a un vendedor. Dicen que porque les estuvo vendiendo carne de humano. Tuve que llevar a una parte del pelotón para mantener el orden, mi general.
-       ¿Qué? ¿Qué cosas dices?- Preguntó alterado el general mientras se levantaba y apartaba un poco al recién llegado para que el otro en el cuarto no escuchara el resto de la historia.
-       Ahí está la gente y tienen los huesos de los cuerpos que luego les vendía.  La gente está bien enojada y lo quieren matar. – Explicó Benigno.
-       ¿Y a ti, te consta esto?
-       Pues ahí está una pila de huesos todavía con carne y con cabezas de hombres. Pero pues llegamos ya que casi lo linchaban, mi general.

El general, se tomó unos segundos para pensar. Miró de reojo al emisario que permanecía en silencio del otro lado de la habitación.

-       Pues si es así, haz que lo fusilen - Concluyó con tono enérgico para que el enviado externo también escuchara -  Que lo hagan frente a toda la gente. Esas cosas no pueden pasar aquí.
-       Sí, mi general – Contestó el capitán Benigno con la cabeza agachada - ¿Qué hacemos con los huesos que traía? – Preguntó  después.
-       Llévalos a la iglesia, no vaya a ser que la gente se enoje más. – Contestó con tono resolutivo – Yo, ahorita, tengo que salir a reunirme con otros generales, pero no voy lejos y llego en la noche para ver este asunto que suena muy tenebroso… Ah, Benigno – Agregó después de unos segundos – No le vayas a estar buscando tres pies al gato, porque ya te conozco como eres. A ese cabrón te lo chingas si es lo que quiere la gente, no vaya a ser que por andar de lentos se lo echen ellos y después se nos salgan del huacal, ya vez que no están muy contentos.

12 am


La gente se arremolinaba alrededor de la débil mesa de madera que Juan Jesús usaba para exhibir sus productos. Intentó pasarle un trapo a la superficie de la mesa, pretendiendo ignorar la efervescencia de los ánimos. El griterío se volvía ensordecedor y Juan Jesús intentaba explicar por última vez que no tenía más carne para vender. Pero la masa de gente parecía estar sorda y, en cambio, se tornaba cada vez más iracunda. Entre todo el disturbio ya no reconocía los insultos que se volvían más violentos. Una señora con brazos gruesos y flácidos lo alcanzó a arañar en la cara a la vez que gruñía mostrando los dientes; mientras que otra más delgada y con semblante enfermizo le propinaba repetidos latigazos con su reboso. Juan Jesús retrocedió un par de pasos con una mano en su morralito rojo donde guardaba las ganancias y la otra en la cara donde recibió los rasguños. Trataba de recoger su mesa de madera pero la terminó dando por perdida cuando otro par de mujeres de mediana edad forcejearon por ella desde el otro lado. Decidió acercarse a la carreta en que llegó y emprender la huida, pero un grupo de mujeres que lo seguía de cerca lo tomó de los vestidos de manta y trató de detenerlo. Él las venció y se subió a la carreta. Dio dos fuetazos a la mula para avanzar, pero un hábil muchacho puso un huacal en una de las ruedas. El animal intentó avanzar pero sólo consiguió desestabilizar la carreta. Juan Jesús, que no sabía qué pasaba, azotó el fuete tres veces más en la bestia y ésta, acostumbrada a redoblar los esfuerzos con la violencia, intentó caminar. El huacal hizo que la rueda se atascara y la fuerza de la mula rompió el eje. La carreta cayó de lado y Juan Jesús cayó con ella. Al intentar levantarse se dio cuenta que su cargamento, apenas tapado con una manta sobre la cubierta de la carreta, se desbordó dejando caer un montón de huesos, pieles, y cabezas de humanos casi en putrefacción. Sintió la adrenalina corriendo por su cuerpo y empezó a sudar por la frente y las manos. La gente que en ese momento se iba juntando cada vez más, al fin se quedó quieta tan sólo mirando ese fatídico espectáculo.

10am


-       La verdad es que cómo nos han ayudado estos vendedores nuevos – Le comentó una señora menuda y tranquila hacia otra que estaba delante de ella en la fila.
-       Sí ¿verdad?, ya pensaba que nos íbamos a morir de hambre aquí – Le dio la razón la otra.
-       Y bien barato que nos deja la carne, ni siquiera antes podíamos comer tan barato, este hombre es un santo – Dijo otra que no había participado en la conversación.
-       Antes cinco centavos apenas alcanzaba para el nixtamal y unos chilitos, pero ahora nos deja un kilo de carne por lo mismo – Agregó la primera en hablar.
-       Y sabe bien buena, se la pongo a mi marido desde nantes de que se vaya a trabajar y bien que le gusta porque antes me dejaba lo que le mandaba, pero ahora hasta me pide que le ponga más. – Dice otra con satisfacción.
-       Lo malo es que se acaba bien pronto y desde temprano ya se hace el gentío – Evidenció la señora menuda mientras miraba preocupada hacia la multitud que crecía en el puesto.
-       ¿Se acuerda, Lupe, que aquí en el mercado nomás vendían carne que según de puerco bien cara y ni sabía bien? Mire ahora, hasta Don Tomás, el carnicero, se forma para comprar – Dijo con voz más alta para que escucharan alrededor y los que escucharon la voltearon a ver sonrientes.
-       ¡Dicen que ya casi se acaba! – Advirtió un muchacho que salía a empujones del bulto de personas con un paquete envuelto en papel en la mano.
-       ¡Ay niño, véndeme tu carne!– Se le aproximó una señora con las manos en un morralito para la morralla.
-       ¿No quiere que le de también pulque? – Ironizó el joven - ¡Si llego sin nada mi mamá me va a dar una buena, aparte estoy esperando desde las 8! – Contestó el muchacho tratando de esconder su paquete.
-       ¡Te doy diez centavos! – Dijo otra señora tratando de alargar sus manos hacia las del niño.
-       ¡Que no! Órenle, señoras, fórmensen bien, no se vayan a cansar – Dijo el niño intentando irse con una sonrisa en el rostro.
-       ¡Qué chamaco! ¿Por qué nos habla así? – dijo la otra en tono alarmado y ofendido.
-       ¡A ver, niño, dame tu carne por hablarle así a las señoras! – Ordenó con voz gruesa un hombre que hasta el momento sólo había estado escuchando.
-       ¡Que ya las dije que no!

Pero en ese momento el niño, que intentaba irse, fue detenido por el hombre y le arrebató el kilo de carne que guardaba bajo el brazo. El muchacho soltó a gritar y las señoras también, todas querían la carne ante la amenaza de que se terminara en el puesto. El señor fue atacado por un grupo de mujeres que le gritaban y le asestaban arañazos. El joven fue expulsado del tumulto y echó a correr dejando caer unas lágrimas mientras escuchaba que el alboroto crecía en el puesto del mercado.

 

6:15am


Juan Jesús se levantó sin esfuerzo del petate. Al salir, el frío le penetraba en el gabán y le hacía sacudir su cuerpo esbelto de muchacho. Encontró a su padre preparando la carreta.
-       Aquí, en esta caja está la carne. Pones la mesa y vendes cada uno de estos – Señalando los paquetes de carne ya envuelta en papel absorbente – en cinco centavos, cuando termines nomás te traes la morralla y nos vemos acá. Te voy a dar a ti cinco centavos, toma – Le extendió una moneda de cartón con un escudo nacional impreso de un lado. Eran las nuevas monedas que empezaron a circular desde que la “bola” tomó el control de la ciudad de Toluca. – ¡Ah y se me olvidaba! nomás tomas la caja, no vayas a sacar lo que hay en la carreta.
Juan Jesús tenía un momento de excitación. Venía pensando el momento con ansia nerviosa, pero le emocionaba la idea de poder ayudarle a su padre por primera vez.
            Desde que comenzó la guerra había visto cómo su padre se iba por unos días y llegaba con carne que después empezó a vender. Nunca supo de dónde la sacaba, sólo recordaba cómo se pasaba la noche a luz de vela preparando kilos para irlos a vender a la ciudad.
            Juan Jesús atesoró su moneda de cinco centavos como un emblema de la confianza de su padre y un símbolo de haber crecido. Juan Jesús se imaginó a sí mismo regresando a casa con dinero para la casa y su padre, quien se mostraría orgulloso de él.


domingo, 14 de abril de 2013

Ciudad Edén




No piensa todo el tiempo que lleva caminando. A los costados del camino, a la lejanía, se empiezan a dibujar construcciones que se yerguen vacías como cascarones derruidos. Es la media tarde y ella comienza a inquietarse; nunca conoció a nadie que estuviera tan lejos. Mientras su avance es maquinal, recuerda historias contadas en libros antiguos donde se narran aventuras en el viejo mundo y, a pesar de que en este momento no son ninguna referencia, siente un impulso que la hace seguir caminando, justo como Luisa en la anécdota clásica de la “gran crisis”. Recuerda su adolescencia escuchando una y otra vez, desde su narrador portátil, cómo el amor de Damián perduró  hasta la muerte de Luisa, y cómo él, invadido por la locura, resguardó su cuerpo hasta que también se convirtió en cadáver. Siente, cada que avanza sobre la vieja carretera, cómo su corazón se inflama buscando llamas que calienten su espíritu. Recuerda cómo sus hermanas se burlaban de ella al preguntarles sobre el amor de una pareja. No sabe por qué razón alguien (en este caso Luisa y Damián) habría de permanecer en el viejo mundo, renunciando a uno mejor, tan sólo por una promesa hecha a su madre, y, cómo otro hombre, amándola a ella, se aferra también a las cenizas del pasado y al progreso prometido que llegó en forma de salvación.
El sol, que empieza a caer ante sus ojos, se pierde entre escombros de viejas construcciones y lanza, desde su escondite, destellos violetas, rojos,  azules y amarillos que ensangrientan las altas nubes de un cielo infinito. Por primera vez puede contemplar el gran techo sin nada que se interponga en su mirada; en la gran ciudad, donde ella habitó hasta ése día, sólo se vislumbra una pizca de él, pues la gran burbuja protectora que cubre todo difumina las formas perfectas y efímeras de las nubes y la intensidad de la luz es opacada por los filtros protectores; el amanecer y el atardecer son nulos por la altura de los muros protectores y sólo se entrevén colores que dejan a la imaginación mil historias para niños. Pero ahora, fuera de las murallas de “ciudad Edén” ve derrocharse una paleta magnífica de melancolía pintada en el cielo sólo para ella.
Sigue caminando hasta acercarse a las primeras construcciones. Pasa la maleza crecida y se interna en una casa de estilo antiguo. Hay vidrios rotos que traspasan los últimos momentos de su primer atardecer. Se siente de vuelta en los años de la “gran crisis”: un sofá empolvado y deshaciéndose, una mesa de madera como las construían en los tiempos del minimalismo. Lo que reconoce como un aparato de televisión sigue ocupando el lugar central de la habitación. Todo lo cubre un suave manto de polvo y olvido.
            Escucha ruidos. ¿Un animal?
            Sale alarmada

De vuelta en el camino, una pesada manta de estrellas le cae encima, todas resplandecen a su vista, al mismo tiempo que un concierto de animales cantan en tonos agudos a su alrededor. La profundidad de la noche la absorbe con sus mil misterios  y las lágrimas se le escurren por los ojos. Se contraría a sí misma porque piensa que llora sin razón. Nunca antes ha visto a nadie llorar mientras mira el cielo. Tan sólo, se dijo, es una emoción extravagante en las entrañas, porque, además de que no se puede observar el cielo desde su hogar de siempre, la gente que conoce ha perdido cualquier sentimiento originado en la contemplación.
En la vida, en lo eterno, en lo constante, en la pureza del Momento.
Camina un poco más y se adentra en otras construcciones que parecen menos melladas por el deterioro. Mira desde fuera lo que sabe que es una casa, porque nadie, ahora, vive en casas, tan sólo en construcciones verticales que crecen sin los detalles ni la particularidad que se percibe en cada una de las construcciones.
En su ciudad se crearon enormes edificios que contienen miles de personas que viven en solitarios apartamentos. En cada uno de ellos, tienen todo lo que se necesita para vivir cómodamente en un espacio reducido: tienen climas controlados, agua potable sale con tan sólo desearlo, camas que, al presionar un botón, se convierten en estantes, simuladores de escenarios para entretenimiento, comunicación telepática con personas que no conoce, transfusores de alimentos.

I

Pisa la hierba y se sorprende de la rebeldía con la que crece. No ha visto algo que no sea perfectamente diseñado o cuidado. Se escurren sombras que huyen de sus pies rápidamente y así también huye hacia el interior de la vieja casa. En penumbras, avanza sigilosamente hasta internarse totalmente. Sube las escaleras que rechinan como quejidos debajo de ella. En el nivel superior abre una puerta y la luna que se mete a través de la ventana empolvada baña con su luz de plata una vieja habitación. Hay una cama pequeña que tiene cobijas encima, un estante sobre la pared con muñecas (aunque ella no las reconoce pues nunca tuvo una), una mesa pequeña con papeles encima y una sillita cubierta con tela. Se maravilla del ambiente. “Cómo los hombres de antes podían darle un toque de personalidad a cada detalle y ahora cualquier cosa es igual para todos” piensa al contemplar el entorno. Se siente animada por la exaltación de la feminidad; probablemente una niña es la que habitó ahí, una niña como ella.
Un sentimiento irreconocible la invade y, al recostarse, se abraza a sí misma. El estómago le comienza a crujir y, por primera vez, siente lo que es el hambre. Ya no hay transfusiones de nutrientes; necesita algo que la llene y no sólo a su estómago. Toma el dispositivo de su muñeca y programa la narración de la historia clásica de Damián y Luisa hasta que el sueño la vence.
En los tiempos de la gran crisis, mientras las viejas ciudades fueron abandonadas por todos por ser símbolo de tiempos agresivos donde había que sacrificar la dignidad para sobrevivir, hay quienes se reusaban a ir hacia las nuevas “ciudades Edén”…

El sol le calienta la cara y la sorprende en sueños pertenecientes a otros tiempos ¿cuánto hacía que no soñaba de manera tan intensa? Con colores, olores, sensaciones y, sobre todo, sentimientos. Los vagos recuerdos de sentirse parte de otro tiempo, donde las emociones fluían de un lugar a otro generando la pureza del amor, o lo contrario: odio. Y cuántas veces esta intensidad llevaba a la idea de matar a un semejante sólo por que en la interioridad de alguien le quemaban impulsos frustrados que se traducían en transgredir la paz de alguien. Si se ve a partir de juicios actuales es incomprensible, enfermo, desquiciado. Pero en su sueño, ella, tuvo mil argumentos para empuñar un arma contra otra persona, tan solo por amar y  despreciar. “Todo eso ya no se ve y quizás haga falta” razona. En parte, esa curiosidad la llevo a donde está.
Sale de la casa y, al verla, la imagina en tiempos de gloria: adornada con algún color llamativo, limpiada todos los días por una persona que trata de mejorar su entorno. “Ya no se ve eso”. De alguna manera, al imaginarla así, entiende el sentido de construir algo propio. La casa, aunque abandonada hace muchos años, le proporciona calidez. Calidez que no tiene su ciudad, pero ¿cómo hubiera podido entender antes, si no conocía el pasado? Solo le dijeron cómo debía ser la vida: todos unidos en un mundo donde no hay que sacrificar nada, donde la dignidad es un derecho fundamental y no hay que sufrir en absoluto, donde las máquinas automatizadas generan todo para el bienestar de los humanos, donde no es necesario pelearse entre unos y otros pues ya todo esta proporcionado, donde se cantan canciones sobre las máximas de las ciudades Edén: Libertad y felicidad. Pero si se siempre es repetida la palabra felicidad, y la tristeza es fantasma nunca visto ¿Cómo sentirse feliz realmente si no hay nada con qué compararlo? Y, esas canciones, que son repetidas como peroratas y dogmas que llegan al punto de hartarle ¿representan el arte del ocio en su plenitud? Mil pensamientos viajan con rapidez y siente en el pecho un espíritu que quiere nacer.
Comienza a caminar bajo la protección solar. Se ríe de los cuentos que dicen que el sol, directo, es dañino para la piel. La ropa que sacó para su “encuentro” ahora es estorbosa. Los suaves rayos ahora se impregnan en sus hombros desnudos y se siente acariciada por algo más grande por ella. Pero no es suficiente. Quita su ropa y  obedece a la piel que permanecía ansiosa, hambrienta de ese sol. Nunca se sintió tan libre, tan perfectamente acompañada. Reconoce su cuerpo suave y blanco que lanza hacia su interior algo de paz. Pero no la paz que le enseñaron y le repetían constantemente, la que le decían que se vivía en ciudad Edén. Ésta es nueva, es una paz luminosa, centellante, como la noche que vio por primera vez antes de soñar. Las puntas de los dedos recorren la suavidad de su cabello que cae ondulante de la cabeza, la cara tersa y con expresión nueva y vital, los pechos como sostenidos por botones oscuros que se endurecen al contacto, el abdomen recto, las piernas como sostén. El miedo se quedó atrás y ahora sólo camina con una mochila por los hombros y en los pies, unos zapatos que dijeron que eran cómodos para hacer ejercicio y que, después de escapar de la ciudad, cubren sus pies doloridos.
Pero todo día alcanza su crepúsculo y, aunque el sol sigue casi en su cenit, la embriaguez de algo nuevo es deteriorada ahora por una necesidad: tiene hambre. Se atavía de nuevo como los hombres de ciudad Edén y ahora su búsqueda es por comida.

II

Los viejos y abandonados edificios se alzan a sus costados como calaveras de un mundo perdido. El relieve es transformado y se sabe sola, en medio del recuerdo de vidas pasadas. Anda por calles descuidadas y cubiertas de hierba, pero que mantienen el aspecto de una ciudad desolada. Siente nostalgia por un tiempo que no le tocó vivir, por un recuerdo que permanece vago y lejano a su forma de ver la vida y, que a la vez, no le deja de fascinar. Recuerda la vieja historia de Luisa y Damián.

Ahí, entre vestigios de una ciudad olvidada, ellos se tenían a sí mismos y sólo eso les bastaba, no buscan mejorar, sino vivir o, en todo caso, morir. Porque la muerte para ellos no era el fin, sino la misma vida.

Pero entre callejuelas invadidas de mala hierba, se siente observada. Al principio le da prioridad a esta necesidad de encontrarse con alguien hasta el punto que esta necesidad se vuelve en pensamientos tormentosos ¿Qué podría encontrar en una ciudad muerta?
Luego, haciendo caso a su recién adquirido sentido de supervivencia, se da por enterada de la realidad: Hay ojos que la acechan.

III

Al principio, ellos, lo atribuyen a una nueva modalidad de las máquinas acechantes que buscan erradicarlos, pero al verla tan frágil, con su movilidad cautelosa, con su admiración y curiosidad, pero, ante todo, con su hermosura, se convencen a salir de entre las sombras de la tarde.
            Ella se estremece al ver a un grupo de hombres portando armas antiguas, de esas que lanzan proyectiles que se entierran en las víctimas y que, realmente, nunca había visto. Todas las armas apuntan a ella, y sólo guarda silencio. Espera entablar comunicación con estos hombres que se ven tan diferentes a los que está acostumbrada; pues no son altos como ella, tienen un color de piel tostada y avientan gritos guturales que son irreconocibles.
            Deciden, por medio de señas, como cuando hacen para cazar animales en lo deshabitado, salir a su encuentro y mostrarse, hablarle para saber si responde a sus órdenes.
            Ella sólo escucha gritos y sonidos que salen de la boca de ellos, como si fueran animales.
            Al ver que la muchacha no responde y, al verla inofensiva, deciden acercarse hasta tocarla para quitarle la amenaza que podría estar encubierta en su mochila.
            ¿Qué podía hacer? Si habla, seguramente ellos no pueden entenderla, lo mejor es  esperar, tratar de obedecer, entregar la mochila y seguirlos.

IV

Esa misma tarde fue llevada por algunos caminos hasta ser introducida en los viejos edificios donde había más personas: mujeres, niños pequeños, más hombres, ancianos. Todos hacían algo mientras se comunicaban. Lo más maravilloso llegó esa noche, cuando, al ser presentada y mientras los ojos de todos se posaban sobre ella, le ofrecieron en un utensilio de plástico agua oscura y humeante. Le indicaron con señas que la bebiera y, al hacerlo, un alivio la atravesó más marcadamente en su estómago. Porque, aunque había bebido varios tipos de alimentos en ciudad Edén, ninguno se parecía a éste; parecía aderezado con algo que excitaba su boca y le hacía gemir de una satisfacción nunca antes vivida. Después de que terminó de beber, la llevaron hacia una habitación llena de luz solar donde pendían telas que usaban para dormir. Imitó el ejemplo de una anciana que descansaba balanceándose sobre las telas. Ahí durmió muchas horas, soñando con los hombres que acababa de conocer.

No pasó mucho tiempo para que notara que es el mismo idioma el que hablan ella y los hombres, solo que ha sido modificado por la separación entre ambas civilizaciones.
            A ella jamás le contaron que hombres y mujeres habitaban aún entre los escombros de las viejas ciudades. Ellos, aunque bien saben de las grandes ciudades, nunca habían visto una persona que viviera en ciudad Edén, y jamás se imaginaron que ahí hubiera gente que fuera tan hermosa como ella; y es que el cuidado de alimentación, de educación y cultura deportiva, crearon seres humanos en plenitud viviendo en las grandes ciudades. A ella le parece fascinante encontrar personas distintas y se siente como las narraciones de cuando hubo encuentros entre humanos y seres de otros planetas.
            Un par de semanas le bastaron para acostumbrarse a la forma antigua del idioma, las madres de los hombres barbados le enseñaron cuanto sabían en el tema, cuando ellos se iban por el día a buscar alimentos para la comunidad. Pero para ella, esta forma tan primitiva de vida le mueve el ánimo y la curiosidad, pues en su entorno normal no está acostumbrada a que se tenga que hacer algo para poder vivir.

-       Trabajo
-       No entiendo
-       ¡Trabajo! Hacer algo para los demás, para ti, para poder comer

Cae en cuenta que esta palabra fue suprimida en ciudad Edén por ser símbolo del viejo sistema, por considerar que esa palabra estaba acompañada de frustración y sacrificio innecesario, de infelicidad y esclavitud. Entonces, los que forjaron la nueva ciudad la reemplazaron por “contribución voluntaria”.
            Al poco tiempo mira con algo de enojo que la idea que manejaron no tenía que ver precisamente con la justificación que se daba referente al trabajo. Pues le demandaron trabajar para poder ser alimentada, a lo que ella, gustosamente, acepta. Su primer trabajo consiste entonces en regar las plantaciones de verduras que crecen en algunos jardines destinados con este propósito. Le enseñan también a darles cuidado y cosecharlas cuando maduran. En esta empresa pone bastante entusiasmo ganándose el afecto de la comunidad. Todos los días, después de dormir por la noche en las telas colgantes, se viste con la ropa que le dieron – mas ligera y cómoda- y cumple alegremente su cometido. Se enamora del crecimiento de las verduras y se maravilla del sabor que tienen al ser cocidas con hierbas. Por las noches, estos guisados son servidos para todos a la hora de la cena, donde se reúnen hombres y mujeres por igual alrededor de una gran fogata. Ahí le vino a la mente el viejo relato de Luisa y Damián.
            Que, aunque la nueva vida prometía descanso, nunca pidieron más que el estar juntos. Pues estar solos, era parte necesaria para poder amarse cuando se veían y compartían todo.
            Normalmente no le gusta mucho hablar con los demás, pues le da vergüenza el acento con el cuál lo hace. Sólo mira cómo todos tienen un propósito por el cual despertarse y hacer lo que tienen que hacer, y esto le mueve los recién adquiridos sentimientos. Ve como hay personas dedicadas a la enseñanza de los niños, a la preparación de los alimentos, a la recolección de verduras, a la caza de animales, a la costura de telas pendientes, a la limpieza general. Se siente turbada al mirar cómo llegan los cazadores y se meten en cuartos separados con una sola mujer siempre, cómo la miran y les ofrecen regalos que las hacen enrojecer. También le dan curiosidad los muchachos que no la dejan de mirar con ojos extraños a la hora de la cena comunal.
           
V

Una noche se presenta una celebración. Ella no sabe realmente qué se celebra pero ve a todos vestidos de manera distinta, más ataviados. Los hombres portan camisas blancas adornadas con tejidos minuciosamente hechos con figuritas de animales, y las mujeres jóvenes tienen la piel más descubierta. Se muestran, entonces, varios hombres y mujeres con instrumentos que percuten con sus manos y salen de ellos sonidos torpemente hechos. No es la música a la que está acostumbrada, pero siente algo en esta música que la hace palpitar. Las canciones que suenan en Ciudad Edén son mecánicas, sin espíritu, pero ésta le transforma y le hace ver colores nuevos en las caras entregadas de los ejecutantes. Ve a todos transformados en una nueva faceta más vívida y apegada a los instintos. Algunos se empiezan a mover de un lado a otro balanceando los brazos. En su interior algo se conmueve en medida de lo que está sonando. Siente que ya conoce lo que está escuchando, como si le estuvieran contando su propia historia de la manera más hermosa que pudiera imaginar. Siente arder en su pecho una llama que crece con el color de la gran fogata. Mira a los niños, a los ancianos, a las mujeres, a los hombres, mira los ojos que la rodean y ve el mismo fuego que arde en su pecho y se extiende hasta sus manos. Se enamora de todos y, a pesar de no ser perfectamente bellos como los hombres de ciudad Edén, ve algo en ellos que la enternece. Ve vida reverberando en sus pupilas trémulas. Pero esta vida está condicionada, porque aunque ella pertenece a una raza que, a través de los años aprendió el secreto de la gran longevidad hasta el punto de no conocer a nadie que haya muerto, se da cuenta que los que la rodean exhalan emoción y eso es vida. Porque la vida más bien es muerte, y ve muerte en ellos, muerte cercana, muerte acechante, como si fuera un miembro más de esta comunidad y esto los hace los seres más vivos que haya visto. Sienten, viven y mueren y se deleitan con eso, cantan canciones a la muerte y adoran su vida. No hay perfección en su mundo, sino todo lo contrario, son más humanos que ella, y ella quiso aprender a ser entregada, como Luisa y Damián. Por eso quiso separarse de sus ropas y sentir que el sol la acariciaba en el primer día que sintió su roce, por eso empezó a sentir miedo de la incertidumbre de sentirse vulnerable. Por eso emprendió un camino no transitado hacia un lugar que en sueños se le presentaba. Por eso encontró la manera de huir de donde nadie quiere huir. Porque algo la impulsaba en su pecho, en su boca, en su sangre, entre sus piernas. Porque para ella, ser penetrada por cualquiera, como ocurría en la gran ciudad, no era lo que realmente buscaba de una vida larga. Porque prefirió dejar de ser humana y renunciar a la perfección para entregarse a la muerte.
            Ahora sabe por qué los muchachos la miran con pesar, porque ella también los desea, pero no cómo ese instinto meramente carnal, sino como un poema de los viejos tiempos, como una verdad nunca dicha entre los que la tomaron como objeto. Ella ahora les enseña la desinhibición del deseo que es parte de sí y de su mundo, y ellos, a su vez, le enseñan las caricias increíbles que erizan los vellos de su espalda. Por eso les enseña a amarse entre hombres y mujeres sin distinción de hombres o mujeres, por eso es poseída por dos hombres que a su vez se tocan por primera vez entre ellos y que la toman como una flama peligrosa que les enseña los benignos secretos del amor y ella también los posee. Porque para el amor no hay sexos, no hay hombres o mujeres, ni piel, ni signos, ni barreras, ni murallas, ni pasado, ni fronteras o razas, ni viejas historias de amor, sólo hay secretos que quieren ser contados desde la verdad de las caricias, de los besos, de poseer, de dar y recibir, de fluidos amargos que se escurren por las piernas, por la boca que ansía, por los cuerpos que llaman, por los cuellos que sudan, por el milagro de poder tocar algo que se esperó por mucho tiempo y que derrochan el íntimo deseo de ser.
            Ella quiso ser y lo logró, ahora va a morir más pronto, pero con el corazón tranquilo de saber que encontró algo que no sabía que estaba buscando.





lunes, 25 de marzo de 2013

Lo que pasa en castillos


 EL CASTILLO

La escuela era como ese periodo tedioso y molesto que hay que vivir en las mañanas para empezar el día. La verdadera vida, en esos momentos, era al salir: me veía con Adriana e íbamos al castillo. Ella fue la que me mostró el castillo y, de cierta forma, también lo creó.


-Te quiero enseñar algo
-¿Qué es?
-Un lugar. Te va a gustar, apenas lo encontré.

Ella comenzó a caminar con una impaciencia alegre. Yo quería que tuviéramos el riguroso ritual de hablar de nuestras vidas, pero ella más bien se volteaba para sonreírme de vez en cuando.
Atravesamos una banqueta en donde, en sus costados, se elevaban a media altura unos arbustos totalmente verdes. Desaceleró su ritmo y entreabrió los labios mientras las yemas de su mano derecha rosaban las pequeñas hojas que se enfilaban hacia nosotros. La miré a los ojos y muy dentro de ellos vi cómo resplandecía una sonrisa que su boca no me daba.

-¡Vamos! Que se hace tarde
- Ya voy, ya voy – contesté con un tono de broma –

Subimos por una calle inclinada por la que nunca había pasado. Dimos la vuelta en una esquina donde, en una tienda con apariencia polvosa,  un par de hombres con sudor seco y camisetas enmugradas tomaban cervezas claras sentados en la banca que ponía la tendera.
Ya no parecía estar en la misma ciudad. El silencio y la tranquilidad me trasladaban hacia algún pueblo de los que abundan en el país.

-       Aquí es
“¿Aquí es?” – pensé
Era un muro alto que escondía en el descuido un color amarillo. En medio del muro, una puerta de aluminio pintado de blanco y corroída por el óxido nos saludaba. Ella metió la mano a la pequeña bolsa tejida que traía colgando. Sentí que buscaba sus llaves y, durante este lapso, me pregunté por qué me trajo a su casa.
            La palabra sexo se atravesó por mi mente y me hinché en orgullo. “será que tan rápido ella…”

No sacó sus llaves sino una billetera también tejida por artesanos. Luego sacó de ella una tarjeta enmicada del Blockbuster. Jaló la puerta por la manija e introdujo la tarjeta por la ranura a la altura de la chapa. Sacaba la lengua de lado en señal de esfuerzo. La puerta se abrió.
            Era una construcción enorme. Estaba revestida con yeso blanco un poco deteriorado. Tenía tres pisos de altura más unas escaleras de cemento que conducían al sótano. Por cada piso unos adornos de pecho de paloma se afilaban hacía arriba. No tenía ventanas, sólo los grandes espacios destinados para este propósito. Eran dos en el último piso y, vista desde abajo, parecía una gran calavera con los ojos desorbitados. Por afuera, la casa se rodeaba de espacios para jardines, los cuales estaban invadidos por maleza seca y enmarañada que crecía hasta nuestro ombligo.
            Desde afuera y, al mirar hacia dentro, se miraba una atmósfera lúgubre. Tenía una puerta de madera que ya estaba partida y los pedazos de barniz viejo se caían a pedazos como costras.
            Ella tomó mi mano y me llevó hacia dentro.

-       Está padre ¿no? La encontré porque vivió acá a lado y no sé cuanto tiempo lleve abandonada.
-       Sí, está increíble, ¿pero no crees que haya bronca por meternos así?
-       No creo. Si nadie la ocupa pues está bien darle algún uso ¿no?

Yo le quise creer porque ella me gustaba y porque era como una pequeña aventura que estaba viviendo.
            Nos metimos y sentimos el frescor de la humedad que sudaban las paredes.

-       Nunca he traído a nadie más que a mi amiga Paty y ahora a ti.

Pasamos por el espacio que ocuparía la sala donde había una chimenea nunca antes usada. Todo el suelo gris estaba lleno de tierra y polvo. Unas cubetas y un bulto de cemento a la mitad estaban amontonados en una esquina.

-       ¿Te imaginas cuántas cosas se podrían hacer aquí?

Subimos por las escaleras amplias y sin barandal. Al llegar al segundo piso se veían distintas habitaciones sin puertas y sin muebles, siempre con el mismo color cemento.

-       No sé, a mí me gusta, me imagino tantas cosas.

Seguimos subiendo hasta el tercer nivel que ya no parecía tan terroso. Desde ahí se iluminaban las paredes blancas de una habitación con el sol de media tarde. Ahí, había varios botes de pintura abiertos. Ella caminó hacia ese cuarto.

-       Aquí vengo casi todos los días

Al entrar, estaban regados en el suelo papeles blancos con dibujos coloridos. Y, en las paredes, pendían con cinta canela otros dibujos más elaborados: había un caracol con su concha roja y un fondo azul intenso; un árbol lejano y solitario gobernando un valle de verdes pastos; otro lucía dos figuras humanas abrazadas con fuego entre ambos en medio de un laberinto en blanco y negro; también había otro con un ave en pleno vuelo con las alas extendidas sobre el horizonte pastoso creado con óleos.

-       No sé por qué te enseño esto, nunca lo hago, más que con mi amiga Paty. Mira – y tomó una hoja grande con un dibujo sin forma pero con intensidad de colores y trazos y me lo tendió – ésta es ella, o al menos así la veo. Tal vez algún día también te dibuje.
-       ¿Cómo me dibujarías?
-       No sé, todavía no te conozco.
-       ¿Entonces?
-       ¿Entonces qué?
-       Por qué me traes sin conocerme, dices tú.
-       Pues no sé, ya te dije. Supongo que me inspiraste confianza. O tal vez sea mi necesidad de compartir mi vida un poquito. – tomó un momento y se volteó hacia una pared —Mira

Me llevó hacia la pared, y ya estando cerca, pude ver que tenía unos trazos leves en lápiz que creaban la silueta de una mujer que se parecía mucho a ella. Tenía los ojos grandes y la cara redonda, un pelo largo que se mecía con el viento a la derecha, la nariz pequeña y una boca cerrada. Estaba desnuda y tomándose el pecho como la venus naciendo. Lucía un rostro sereno y pacífico mientras miraba con el brillo de la esperanza. Su cuerpo no era como el típico estereotipo de belleza, no tenía pechos gigantes ni tampoco era demasiado delgada. Estaba cómoda en su desnudez y su belleza natural.

-       ¿Eres tú?
-       Ja, ja, lo mismo dice Paty pero no creo, supongo que cuando una dibuja no puede dejar de hacerse a una misma.
-       Me gusta ¿Cuándo lo terminas?
-       No sé, no me gusta apresurarme
-       Me gustaría verlo terminado.
-       Algún día.


Pasamos la tarde hablando hasta que las primeras estrellas se aparecieron y la noche cubrió el cuarto que antes era de luz; pero en este tiempo nunca hablamos de nuestras vidas, como había pensado por la mañana al imaginarme la cita. sólo hablamos de la vida en sí.
            Como en ese tiempo no tenía ninguna obligación más que ir a la escuela por las mañanas y ella tampoco, nos veíamos a un lado de la fuente con leones que está en el centro y subíamos a la casa de muros amarillos toda la tarde hasta la que la luz se extinguía. Antes de entrar, comprábamos frituras y bebidas refrescantes en la tienda de la esquina para sofocar el calor de abril. La tendera siempre nos sonreía.
            Al principio, yo la miraba pintar sobre los trozos blancos de papel con sus propios dedos, hasta que ella empezó a sentirse demasiado observada. Entonces empecé a llevar mi guitarra y mis libros para estar junto a ella sin ser agobiante. Empecé a componer canciones de amores verdaderos y de viejas historias que hablaban de dragones chinos.
            Yo sentía esta casa como un castillo, con colores mágicos en el cuarto iluminado y un aspecto lúgubre por afuera. Así lo llamamos: El castillo.

            Fue un martes por la tarde cuando conocimos a Gabriel y a Laura en la tienda de la esquina. Compraban cerveza y reían entre ellos. Parecían más grandes que nosotros y sentimos que les agradamos porque nos preguntaron qué haríamos. Al final los invitamos a la casa y bebimos cerveza mientras Gabriel y yo nos intercambiábamos la guitarra. Sus canciones parecían mejores que las mías porque eran populares y todos las cantaban, en cambio, las mías producían un silencio algo incómodo, pero por cortesía todos me aplaudían y me adulaban un poco.
            Les pareció la casa, nuestro castillo, un espacio increíble y pronto se volvieron parte de la cotidianeidad cuando empezaron a ir diario. En lo personal prefería el espacio entre las tres y las cinco de la tarde cuando ellos todavía no llegaban, y yo estaba a solas con Adriana. Pero a Adriana parecía agradarle mucho su compañía y a mí tampoco me molestaba.
            Al cabo de un tiempo nos hicimos íntimos los cuatro. Un día que nos quedamos solos mientras ellas iban al baño, Gabriel me dijo que debería decirle lo que sentía. Yo me sonrojé y fingí no saber de lo que hablaba. Él no hizo más comentarios.
            Nunca me sentí totalmente cómodo con Gabriel. Aunque en un principio ambos teníamos la disposición de platicar más, había un velo puesto de mi parte, pero no porque quisiera, sino porque su figura y todo lo que él representaba me intimidaba y, a mí entender, era preferible quedarme callado que decir alguna tontería y pasar como un bobo ante sus ojos. Primeramente la edad jugó un papel crucial en esta relación ya que era mayor. Pero lo más intenso venía de su aspecto físico, todo el conjunto: la estatura desarrollada, las camisetas blancas y sin manga que siempre usaba y dejaba a la vista unos brazos gruesos y rayados con tatuajes, la barba tupida que le cubría el rostro y, sobre todo, su mirada: esos ojos grises e inquisidores que guardaban silencio pero que parecían cuestionar a cualquier interlocutor.
           
Gabriel llevó a dos amigos más, unos argentinos de veititantos que fumaban muchos cigarrillos. Bebimos cerveza de nuevo hasta la madrugada. Uno de ellos le alababa la belleza a Adriana y ella sólo agradecía.
            Estos dos amigos, a la semana siguiente, llevaron a más amigos para beber. Ese día yo no bebí y acompañe a Adriana a su casa temprano, ellos se quedaron en el castillo. Al poco tiempo los otros amigos habían invitado a más amigos. Y nosotros dos seguíamos usando el cuarto más iluminado de hasta arriba, pero en los pisos de abajo ya se escuchaba música de un aparato con pilas.
            Cada tarde sentía más gente conviviendo en el castillo. Adriana, a pesar de no conocer a la mayoría, con todos reía y bromeaba, pero después de un momento, ambos nos encerrábamos en el cuarto iluminado con dibujos por todos lados. Pero yo ya no hablaba en mis canciones sobre amor, sino en castillos y dragones.
            La mayoría de las paredes del castillo se llenaron de dibujos de diferente naturaleza. Mis dibujos preferidos, después de los de Adriana, eran los de Laura. Ella creó unas sirenas con cabellos de diferentes colores sobre la pared más grande del segundo piso. Gabriel, justo enfrente de esta pared, había hecho una composición colorida de peces de diferentes tamaños que tenían dientes afilados. Me gustaba pasar por ahí.
            Un amigo de alguien conocía a alguien más en la compañía de electricidad  y pronto hicieron una bajada clandestina para poder tener electricidad. Así la casa ya también tenía vida por la noche.
Por la tarde, de cinco a seis, ensayaba una banda de rock progresivo en la sala de la planta baja. En el cuarto principal del segundo piso, que tenía baño, instalaron dos máquinas de coser antiguas y un grupo de cinco o seis personas hacía costuras de vestidos exóticos. En el cuarto contiguo al nuestro, un maestro de poesía cuarentón hizo un taller de escritura surrealista con algunos discípulos, le llamaban maestro Cerillo. En el sótano se instaló un taller de bicicletas y llevaron herramienta. También ahí, en las mañanas, iban algunos artesanos a hacer figuras de hierro forjado. En la planta alta, junto a nuestro cuarto se hacía de siete a diez un taller de escultura contemporánea.
Gabriel parecía tener el control de cada actividad que se realizaba en el Castillo. Y, a pesar de sentirme algo invadido y como un huésped en mi propia casa, admiraba todo lo que se había logrado, y no me oponía a ninguna propuesta que se hacía en martes, el día de la junta semanal, aunque debo señalar que sólo asistí a las dos primeras reuniones.
Al principio establecimos una regla de que no se podía beber entre semana, sólo los viernes y sábados por la noche. Las drogas siempre estaban prohibidas. Adriana y yo cedimos en todo, con la condición de que no se metieran a nuestro cuarto iluminado del tercer nivel. Pusimos una cerradura que consistía en un candado amarillo.
Yo ya no componía con todo el ruido.
Las sirenas que había dibujado Laura desaparecieron para dar paso a una composición contemporánea sobre la belleza de lo grotesco. Laura desapareció también cuando se enteró que Gabriel se besuqueaba con una estudiante de artes llamada Lola. Lola amaba la belleza de lo grotesco.

Los viernes se hacía una muestra de trabajo semanal donde se bebía vino barato y el maestro cuarentón leía poemas y le seguían sus súbditos con algunos relatos.
Un día salí al patio que nunca fue podado a ver las estrellas. Y ahí estaba Gabriel con un círculo de hombres. Vi que estaban fumando marihuana. No dije nada.

-       Las reglas son para romperse – me susurró y tocó mi hombro


Cuando le platiqué a Adriana sobre lo que vi, ella pareció no importarle. En cambio me pidió una sugerencia para adornar el  bodegón multicolor que estaba pintando sobre la pared.

-       Como que a mí ya no me late Gabriel.
-       No importa, está haciendo algo por todos aquí, tú no te preocupes.—ella siguió de espaldas trazando con sus dedos a manera de pincel— Creo que ya voy a empezar a ponerle colores al dibujo de la pared de ahí.
-       ¿A la venus?
-      

Ahora también los argentinos tenían una banda experimental casi toda la tarde, y me atormentaban sus sonidos. También a la semana siguiente se inauguró el taller de tatuajes y Gabriel sugirió borracho en medio de la fiesta del viernes, que todos debíamos tatuarnos un castillo. Muchos gritaron con excitación. Sólo el maestro Cerillo protestó.
            No sabía qué era lo que me molestaba en realidad de todo esto. Sentía que se estaba banalizando el concepto original, pero no dije nada. Porque de todos, era yo el que menos hacía cosas.
            Creo que amaba a Adriana demasiado, pero mi falta de pericia me impedía llegar a otro paso. Ella, por su parte, parecía un ente aparte de todo y todos. Dejó de platicar con la mayoría y sólo hablaba por ratos conmigo. La otra parte se la pasaba haciendo dibujos, algunos hermosos, y al terminarlos los apilaba en el espacio que serviría de closet en la habitación iluminada del cuarto del tercer nivel.
            Una tarde llegué un poco cansado y no vi a Adriana, entonces me dirigí a nuestra habitación. Me recosté en el colchón inflable que llevamos para descansar y me perdí en el sueño. Me levantó un tumulto lejano. Era una riña entre el maestro de poesía y los tatuadores de apariencia ruda.
            Cuando salí, estaba alegando un tatuador gordo que el maestro Cerillo o uno de sus discípulos había robado su maquinita para inyectar tinta. El poeta respondía con arcaísmos e insultos decimonónicos.
            Gabriel trató de tranquilizar a los hombres y, en cambio, acusó a uno de los argentinos, que en ese momento estaban ausentes, de haber hurtado el artefacto. Todos tranquilizaron. Nunca volví a ver a los argentinos.
            La cerveza se hizo cotidiana en cualquier día y a cualquier hora. Y las botellas familiares se apilaban junto a los botes y el cemento. El baño comunal expedía un olor a encierro e inmundicia y los gritos vulgares cada vez eran más normales.
            Una mujer flaca que controlaba el taller de escultura y su séquito, sabotearon un mural que tenía por temática el poder del hombre. Ellas acusaban al autor, un joven norteño, de ser machista y patriarcal. Arrojaron pintura roja sobre él y su mural.
            Sólo nuestro cuarto iluminado del tercer nivel nos proporcionaba paz. Adriana comenzó a colorear su imagen desnuda en la pared. Después de haber estado sin ropa toda la tarde frente a mí para servirse de su propia modelo. Sacó del pilar de dibujos un dragón que tenía pocas escamas. Tenía fuego por  los ojos. Sus garras eran pequeñas pero bastante afiladas y miraba hacia el cielo. Su cuerpo se enroscaba en una espiral terrible que controlaba las tinieblas.

-       te dije que algún día te dibujaría. Así te siento.

Esa noche, mientras mirábamos la oscuridad del cuarto me confesó que alguna vez tuvo una amiga que se llamaba Paty, pero que murió hacía un par de años. Esa noche fue lo último que nos dijimos. Por las noches la amaba más porque era cuando no estaba conmigo, pero esa noche la amé de verdad al tenerla a mi lado. Esa noche dibujamos sus más hermosos trazos con nuestros cuerpos. Esa noche se convirtió en canción.
Esa noche dormimos juntos.

Adriana me mandó un mensaje de texto diciendo que esa semana no podría ir al castillo. Yo tampoco fui porque precisamente coincidió con las fechas de entregas finales de la escuela. Tampoco tenía mucho caso enfilarme a ese lugar si ella no iba. Ahí entendí que dejé de amar el lugar y Adriana pasó a ocupar la totalidad de mi cariño.

El sábado por la tarde fui al castillo porque había dejado mi guitarra la última vez que estuve con Adriana. Sería una visita rápida: subiría las escaleras, abriría el candado amarillo y me llevaría mi guitarra.
            Cuando entré en la casa se llevaba a cabo una fiesta llena de gente desconocida. La mayoría bailaba frenéticamente y parecían absorbidos por algún pensamiento profundo. Exhalaban humo a través de la barrera de los dientes podridos. El olor a humedad, tabaco, crack y marihuana se mezclaba con estas formas flácidas. Cuando entré, algunos que me conocían sólo me seguían con la mirada pero no dijeron nada. Subí las escaleras hacia el segundo nivel. Ahí, en el taller de costura, junto a las máquinas viejas, estaba Gabriel con un grupo de hombres y mujeres. Todos lo miraban mientras él estaba sentado sobre una cubeta volteada. Cantaba “like a rolling Stone” con los ojos cerrados, mientras sus manos digitaban acordes en el brazo de mi guitarra valenciana.
            Me introduje, lo miré, esperé a que terminara de cantar y arrebaté mi guitarra. Todos me estrecharon una mirada reprobatoria y dijeron para sí mismos “qué mala vibra trae este carnal”. Gabriel sólo se sonrió para los demás y no me volvió a mirar.
            Pensé entonces que nuestro candado, y nuestro cuarto luminoso del tercer nivel habían sido violados. Subí rápidamente con mi guitarra en mano y el cuarto ya no era luminoso. Quedaban unos pocos dibujos de Adriana pisoteados en el suelo. Los iluminaba tristemente la poca luz que se colaba de los niveles inferiores. Traté de levantar algunos y acercarlos a mi pecho.
            Volví la mirada a la pared donde estaba el dibujo de Adriana como venus naciendo. Pero ya no había ninguna venus. Ya no había ningún color. Ahora sólo un ojo observador. Sobre la pared en la que antes estuviera el maravilloso dibujo de Adriana, había ahora, un ojo, un ojo terrible y maldito con serigrafía negra. Debajo del ojo se leía “Gabriel” a manera de firma. Era un dibujo de él. Había marcado su territorio como un perro haciendo un dibujo de un ojo inquisidor y diabólico, como el de Gabriel. Recogí los dibujos y busqué a Gabriel, pero no lo encontré de inmediato. Recorrí la casa y sólo me encontré con despojos humanos, cuerpos fuera de sí mismos. Riendo a carcajadas de cualquier tontería. Otros absortos en sí mismos.
            Salí por la puerta de madera hacia el jardín lleno de maleza.
            Ahí estaba Gabriel. Estaba sonriente y tranquilo.

            No supe qué decir. Traía la guitarra en la mano. Pero en ese momento vi un acumulamiento de luces rojas y azules que pintaban las fachadas de los vecinos y el cuarto iluminado del tercer nivel ahora se llenaba de estas luces. Empezaron a sonar las sirenas.
            Vi sombras arrastrándose por el tejado del castillo para asaltarlo como gárgolas sobre una catedral
Por el muro amarillo que nos protegía del exterior, se asomaron las sombras y en las manos cargaban rifles largos. Sus caras encapuchadas producían terror y asombro. Gabriel se metió en seguida. Un altavoz nos ordenó que saliéramos con las manos en alto. Una sombra se me acercó con actitud felina apuntándome con su rifle. Otros más se introdujeron corriendo tirando la puerta de madera con un ariete negro.

            Mis padres pagaron la fianza por allanamiento de morada. A otros más se les acusó de delincuencia organizada pero afortunadamente a mí no me acusaron así. Mi guitarra desapareció junto con los dibujos de Adriana.
            Aparentemente la tendera de la esquina estaba harta de que algunos borrachos orinaran en su entrada y abandonaran en ella botellas vacías. Pero llamó al dueño original del castillo cuando robaron la banca que ofrecía a sus clientes para tomarse un refresco.

            Jamás volví a ver a Adriana, su número de teléfono dejó de existir y renuncié a buscarla en su casa a las dos semanas no saber de ella.
            Podría decir que tampoco volví a ver a Gabriel, aunque no sé si cuente haberlo visto en la televisión. Apareció con su mandíbula grande, los tatuajes en el brazo y su pelo enmarañado en un programa, en donde lo entrevistaban por haber iniciado el primer centro cultural alternativo de la ciudad desarrollado en una casa okupa. Lo felicitaban y daban testimonio de sus logros culturales.
 Maldije su nombre.